PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


1

        Sin duda os parecerá increíble la historia que os voy a narrar y que aconteció en mi vida de manera inesperada. Todo comenzó tras un sueño premonitorio que me hizo despertar empapado en sudor y con el corazón a punto de salirse por mi pecho.
        Si alguien me hubiera contado que mi situación actual iba a ser ésta, le hubiese tomado por loco y me habría arrancado los dedos de una mano asegurando que eso sería imposible; que jamás me sucedería a mí. Lo cierto es que aquel sueño tenebroso, fue la antesala de lo que me sucede en la realidad:

        El Circo de las Máscaras se había instalado en las afueras de mi ciudad ofreciendo su espectáculo dantesco. Todo acontecía en un ambiente lúgubre y surrealista. Yo era el único asistente a la representación, que se repetía una y otra vez de manera circular. El número lo anunciaba el maestro de ceremonias Edy Brossinsky; un tipo singular de mirada aviesa, largos bigotes engominados, sombrero de copa, frac azul de raso, botas de cuero picudas y una varita negra remachada en tonos plateados, con la cual dirigía el espectáculo y marcaba los tiempos. El maestro Brossinsky ilustraba con su voz demencial y sus gestos histriónicos cierta pantomima representada por Nusky y el gurú Shavad. Nusky reencarnaba a una rubia de rostro angelical con aspecto de princesa elfa. En la escena asistía al consultorio del gurú para que la curase del mal de amores. Shavad era un viejo charlatán hindú de largas melenas y barba canosa que se ganaba la vida engañando a doncellas ingenuas, las cuales asistían a su guarida en busca de consejos amorosos. Por medio de su bola de cristal y de pócimas seductoras, el gurú embaucaba a toda aquella mujer que cayese en sus sibilinas garras.
        Nusky preguntaba al gurú por un antiguo amor del cual no se había podido olvidar. El astuto Shavad consultaba la bola envolviéndola con sus largos cabellos. Pasaba las manos por encima de la esfera recitando mantras budistas para impresionarla. La princesa Nusky mientras tanto permanecía tumbada en un diván. Shavad, tras consultar su oráculo, le decía que ese viejo amor ya estaba en brazos de otra mujer. El gurú acariciaba su pelo rubio susurrándole que mirase hacia delante; que otro hombre más sabio y experimentado colmaría sus necesidades... Luego le ofrecía la pócima seductora hasta hacerla caer en un estado de embriaguez y después yacía con ella.
        El maestro Brossinsky dirigía la pantomima con gestos ampulosos. Alzaba la varita y desencajaba las mandíbulas mostrando una fila de dientes dorados que parecían chirriar con sus carcajadas. Yo permanecía estático observando todo aquello estupefacto.
        Al final de cada representación los tres saludaban con reverencias a las gradas vacías. Entonces Nusky transformando su rostro me miraba fijamente con los ojos vidriosos. Era una mirada hueca y espeluznante que lograba penetrar hasta el interior de mi alma. En ella reflejaba destellos de rencor infinito... Más tarde los focos se apagaban. Brossinsky y el gurú abandonaban el circo. Nusky permanecía sola y callada en el centro de la carpa. Luego cogía furiosa la bola de cristal y se acercaba hasta mí. Algo me impedía salir huyendo. Notaba las piernas pesadas como lingotes de plomo y lo único que conseguía era arrastrarme por el suelo bajo los asientos. Nusky me alcanzaba deteniéndome y pisaba mis manos con rabia. Yo me mostraba inerme tumbado boca abajo sollozando. Entonces ella me obligada a darme la vuelta... En esos instantes Nusky alzaba los brazos con la bola entre las manos para arrojarla contra mí. Yo le imploraba suplicando clemencia, aunque todos mis ruegos eran en vano. Nusky negaba el perdón lanzando la esfera sobre mi cabeza con todas sus fuerzas.

        Un grito desgarrador me despertó de esa angustiosa pesadilla.







2

Aquella mañana Aris estaba intranquilo. Daba vueltas a mi alrededor frotando su lomo contra mis piernas mientras maullaba en tono lastimero. Era como si percibiese malas vibraciones en el ambiente. Cuando Aris se comportaba así, yo sabía que algo iba a suceder... Esa actitud formaba parte de su mundo felino insondable; una dimensión invisible que escapa a nuestras percepciones humanas.
Tomaba el café observándole, intentando adivinar qué es lo que podía haber captado. Y creo que la respuesta la obtuve cuando me disponía a salir de casa para ir a la Biblioteca Nacional en busca de documentación. Mientras me ponía la chaqueta,  vi en el suelo del hall un papel. Alguien lo había deslizado por debajo de la puerta... El caso es que poco después del sueño escuché que llamaban con insistencia, aunque decidí no moverme de la cama pues no me sentía con fuerzas para levantarme. Recogí el papel y observé que arriba a la izquierda tenía el membrete  de la comisaría. Debajo estaba rubricado con la firma de de un agente de la Policía Judicial. Al principio pensé que se trataba de un error, pero mi nombre figuraba claramente en el escrito, que decía así: «Póngase en contacto con el inspector Herranz lo más urgente posible.» Sin duda aquello era un malentendido motivado por un fallo administrativo. 
      A pesar de mi convicción casi absoluta, de camino hacia la biblioteca no paraba de darle vueltas al asunto.¿Podría ser algo relacionado con un embargo de Hacienda? Yo tenía todos mis papeles en regla y nada pendiente por declarar. No existía motivo alguno como para recibir una notificación de ese tipo. ¿Y si fuese una multa de tráfico de mi último vehículo? Tampoco me encajaba. Hacía ya mucho tiempo que lo llevé al desguace declarándolo siniestro total. Por lo demás, no había vuelto a coger ningún otro coche desde que tuve el accidente. En la biblioteca no me concentré ni un solo instante y a duras penas pude recabar los datos que necesitaba para mi novela. Volviendo a casa, me di cuenta de que lo más sensato era presentarme por la mañana en la comisaría para aclararlo todo.
Estaba a punto de acostarme, cuando de repente sonó el teléfono. Miré el despertador de la mesilla: eran las doce menos cuarto. Nadie solía llamar a esa horas de la noche, así que decidí no cogerlo dando por hecho que se trataba de una equivocación. Pero a los diez minutos volvieron a insistir. Me levanté de la cama extrañado y descolgué el auricular.
—¿Dígame?
No contestaba nadie.
—¿Quién es? —pregunté de nuevo.
En medio del silencio se escuchaba una respiración profunda.
—Si se trata de una broma, no tiene ninguna gracia.
—Vas a pasarte unos días a la sombra —soltó de pronto una voz siniestra.
—¡Pero qué estás diciendo! —exclamé atónito—. Vamos, dime de una vez quién eres.
—Eso es lo de menos... —susurró.
—No sé qué significa esto, pero yo no he hecho nada.
—¡Tú sabes muy bien lo que has hecho y lo vas a pagar!
Súbitamente la imagen del maestro Brossinsky apareció ante mis ojos. Ese tono histriónico y exagerado era un calco del que percibí en mi sueño la noche anterior. Lo imaginé alzando la varita con su frac de raso azul y sus dientes dorados. En ese instante se cortó la comunicación. Permanecí esperando que volviese a llamar, pero no lo hizo. Me levanté, fui a la cocina y preparé una tila bien cargada. No comprendía nada... Nunca había recibido una llamada anónima y menos con amenazas. Era algo inaudito. Quienquiera que fuese actuó como un auténtico psicópata. Intenté tranquilizarme argumentando que podía tratarse de una broma; pero el hecho de haber recibido la notificación policial me hacía relacionarlo con las palabras de aquel loco. Y el tono de su voz excedía a cualquier tipo de broma, hasta la de peor gusto.
Estuve toda la madrugada dando vueltas en la cama sin poder pegar ojo.







3

Al levantarme por la mañana me miré en el espejo y vi que mi aspecto era deplorable. No podía presentarme en la comisaría con aquel rostro enfermizo, así que decidí posponerlo para más adelante. Esa tarde la pasé en la biblioteca intentando olvidarme de lo ocurrido, pero la inquietud se había apoderado de mi mente y no me concentraba en absoluto. Los documentos que examinaba parecían difuminarse como si fueran textos emborronados. Una y otra vez surgían frente a mis ojos las palabras del anónimo: «Tú sabes muy bien lo que has hecho... Tú sabes muy bien lo que has hecho... Tú sabes muy bien lo que has hecho...»
Al regresar a casa intenté comer algo sin apetito, pero me costaba tragar cada bocado. Entonces volvió a sonar el teléfono. Lo descolgué casi temblando.
—¿Quién es?
—Estás retrasándote en la cita, ¿no te parece? —dijo una voz segura de sí misma.
Percibí por el auricular que echaba el humo del cigarro.
—¿Qué cita? —pregunté nervioso.
—Vamos, ¿me vas a decir que no has visto la notificación?
—¿Se refiere al escrito de la comisaría?
—Efectivamente.
—Verá... Hoy no me encontraba bien; pero mañana sin falta me acerco por allí.
—Piensa que el tiempo corre en tu contra... Cada día que pase, va a ser peor para tu declaración.
—¿Declaración? ¿Qué declaración?
—Tranquilo, no es grave... de momento. Pásate mañana por aquí y te pongo al corriente de todo.
Si de hecho antes no tenía apetito, tras colgar se me hizo un nudo en el estómago. Me di cuenta de que la cosa iba en serio; que esta llamada era auténtica. Tuve la sensación de que se trataba del propio inspector y que el asunto no estaba relacionado con Hacienda ni con ninguna multa. Era algo extraño, muy extraño... Pero en contra de lo que aseguraba el anónimo, yo no tenía ni idea de lo que podía haber hecho para tener que declarar con urgencia en una comisaría. Algo me decía que entre las dos llamadas había una conexión; que estaban relacionadas aunque fuera de manera indirecta. Por un momento estuve tentado de telefonear a la comisaría y comentar lo sucedido aquella noche. Llegué incluso a descolgar el auricular marcando las primeras cifras, pero en el último instante colgué. Probablemente mi llamada hubiese embrollado más todo... Lo único verdadero es que yo no había hecho nada malo y que por lo tanto nada tenía que temer. Pero..., entonces, ¿por qué debía ir a una comisaría a declarar? Era completamente absurdo. Aunque a veces lo absurdo en la vida se apodera de nuestro destino.
Estuve dándole vueltas sin parar a las llamadas y cada vez liaba más la madeja... Un nerviosismo interior se apoderó de mí. Necesitaba hablar con alguien de confianza para desahogarme. Telefoneé a Juancar, mi mejor amigo, aunque no pude localizarlo. Insistí, pero una vez más saltó el contestador. Tal vez por desesperación me puse a hablar con la cinta grabadora durante más de diez minutos... Fue el quinto mensaje que le dejaba en un mes y me extrañaba mucho no haber recibido respuesta. Sabía que últimamente estaba muy ocupado con sus clases de yoga; pero no era impedimento para que me hiciera una llamada por el simple hecho de saludar y preguntar qué tal me iba todo. Si existía una persona atenta y exquisita en el trato, ésa era Juancar.
Aquella noche fue mucho peor que la anterior, y, para agravar más las cosas, en esta ocasión mi visita a la comisaría resultaba ineludible... Decidí afeitarme pues tenía barba de tres días y daba mala imagen. Esos detalles, en apariencia insignificantes, podían inclinar la balanza a la hora  de infundir sospechas. Sí, el aspecto físico era importante. Causar buena impresión al inspector haría más fluido el interrogatorio. Intentaba mantener la calma, pero la excitación se apoderaba de mi ánimo como un torrente de agua imposible de contener. Mientras me afeitaba, observé en el espejo que tenía unas profundas ojeras. Al ser consciente de que por la mañana aún tendría peor cara, me puse nervioso cortándome el labio con la cuchilla. La sangre comenzó a caer a borbotones sobre la espuma del lavabo. Con el labio todavía goteando, me miré en el espejo diciéndome a mí mismo: «Vamos, tranquilo, no te preocupes más. Sea lo que sea, cuentas con tu presunción de inocencia. Eso nadie te lo puede quitar.» Pero mis propias palabras no terminaban de calmarme. Era consciente de que la situación se me estaba escapando de las manos... Aquella noche la oscuridad me angustiaba muchísimo con pensamientos que desbocaban mi mente. En un estado de duermevela, empecé a obsesionarme intentando averiguar qué aspecto tendría el inspector Herranz. Decenas de rostros se agolpaban en mi cerebro como un collage... De repente todas esas caras tomaban vida propia riéndose a carcajadas, hasta que me incorporaba de la cama asustado. Durante algunos minutos lograba conciliar el sueño; pero volvía a despertar con esos rostros flotando sobre mi cabeza. A veces dudaba si aquello era real... Entonces encendía el flexo de la mesilla y me pellizcaba el brazo comprobando que realmente estaba despierto. Las cuatro o cinco veces que repetí esa operación, parecía estarlo... a no ser que estuviera soñando que encendía el flexo y me pellizcaba el brazo para comprobarlo... Por unos momentos creí hallarme al borde de la locura.
Esa madrugada estuve sumido en un estado paranoico que sin duda no era lo mejor para afrontar un interrogatorio al día siguiente.







4

El despertador me hizo saltar de la cama con el pulso acelerado. Me levanté, fui corriendo al aseo y me lavé la cara con agua fría. Miré al espejo y vi que tenía las ojeras mucho más remarcadas que el día anterior. Pero ya no había vuelta atrás.
Hice un café bien cargado y antes de salir me bebí un golpe de brandy de un solo trago. Me enjuagué la boca para evitar que el aliento pudiera olerme a alcohol, escogí la mejor chaqueta del armario y en la puerta me despedí de Aris, que seguía intranquilo como el día anterior.
A pesar del lingotazo de brandy, llegué a la comisaría temblando. Justo antes de entrar, paré, me di la vuelta, y caminé hasta la esquina de la calle. Respiré diez veces hondo, cerré los puños con fuerza, apreté los dientes y me encaminé de nuevo hacia allí con paso acelerado. Había llegado la hora de la verdad.
Una vez dentro pasé el control de accesos, di mi nombre, mostré el papel de la citación y me dijeron que permaneciera sentado en la sala de espera. Repasaba constantemente las respuestas a las posibles preguntas que pudieran hacerme, para que no me pillasen en una contradicción estúpida. Sabía que era importante actuar con naturalidad y no quedarme en blanco. Lo cierto es que no tenía ni idea de lo que se me acusaba. Sobre mi mente flotaban especulaciones sin base alguna en la que poder apoyarme... ¿Cómo pretendía defender mi coartada sin saber qué cargos se me imputaban?
El tiempo en aquella fría sala se me hizo infinito; una verdadera tortura psicológica. Cualquier ruido inesperado, cualquier puerta cerrada de golpe, cualquier teléfono sonando de repente, me sobresaltaba haciéndome todavía más insoportable la espera... Por fin a la media hora, un agente me dijo que pasara al despacho de la Policía Judicial. Y fue allí donde vi por primera vez al inspector Herranz, que me estaba esperando sentado en su silla giratoria, rodeado de cartas y papeles oficiales. Era alto, corpulento y de barba cerrada. Una cicatriz  recorría su rostro desde la comisura del labio hasta la patilla dándole aspecto de hombre duro. Tenía algo de misterioso y penetrante en la mirada que imponía respeto. Su manera de moverse era parsimoniosa y segura, como si dominara en todo momento la situación. Se notaba que había vivido cientos de sucesos policiales y que a esas alturas ya estaba de vuelta de las cosas.
 El inspector cogió un escrito con lentitud y frunciendo el ceño lo repasó en silencio mientras aspiraba profundas caladas al cigarro.
—Es una denuncia por acoso de tu ex novia. ¿Lo sabes?
—Pero... eso no es posible —contesté sorprendido.
—Léelo tú mismo —respondió acercándome el papel.
Aunque me costaba creerlo, al principio de un escrito fechado el 24 de mayo ponía que la denunciante era Diana Manrique.
­         —Imposible, señor inspector. Llevo varios meses sin verla.
—¿Estás seguro? —preguntó con la mirada fija en mis ojos.
—Bu... Bueno —tartamudeé—. Hace tres semanas pasé por su casa para devolverle unos álbumes de fotos. Pero nada más que eso. No la he vuelto a ver, se lo aseguro.
—Te recomiendo que seas más preciso en tus afirmaciones. Cualquier contradicción se puede volver contra ti.
—Está bien —respondí sumiso.
—¿Llegaste a entrar en su casa?
—Sí, pero no creo que tenga la menor importancia...
—La tiene, créeme —dijo aplastando la colilla sobre el cenicero.
El inspector se encendió otro cigarro y continuó repasando la denuncia.
—¿Permaneciste allí mucho tiempo? —preguntó distraído mientras daba una calada.
Esta vez dejó de mirarme, y eso me inquietó más todavía. Sin duda las preguntas que se hacen de pasada son las más transcendentes... Me quedé en silencio unos segundos. Por fin respondí:
—Pasamos la tarde juntos y me fui a última hora.
—Demasiado tiempo para devolver unos álbumes, ¿no te parece?
—Bueno..., luego estuvimos charlando. Todavía nos quedaban algunas cosas pendientes de resolver tras nuestra ruptura.
El inspector me observaba en silencio analizando cada gesto y cada frase que pronunciaba. Por unos instantes me dio la sensación de que era capaz de desnudar mis pensamientos con su mirada... Me sentía muy incómodo teniendo que contar cosas de mi intimidad a un desconocido. No sabía hasta qué punto podía obligarme a que le relatase pequeños detalles. Supongo que para él tan sólo era un caso más; pero para mí era mi vida sentimental aireada en el despacho de una comisaría.
El interrogatorio se prolongó durante más de una hora. Yo sorteaba las preguntas procurando que todo encajara perfectamente en el contexto de mi declaración. No podía permitirme la más mínima fisura en mis argumentos, pues eso habría dado pie a que los indicios de las sospechas tomaran más cuerpo. Aun sabiendo que era inocente, la sensación que te produce el hecho de ser bombardeado por todo un cuestionario policial es que en el fondo de tu conciencia eres culpable... En esos momentos hubiese querido gritar, salir corriendo, dar un golpe sobre la mesa e incluso coger al inspector por la pechera proclamando mi inocencia. Pero yo sabía que nada de eso iba a suceder, salvo en mi imaginación...
 Justo al final del interrogatorio, cuando ya empezaba a relajarme, el inspector lanzó una pregunta que me pilló desprevenido.
—Una última cosa —dijo echando el humo lentamente—. Su ex novia nos comentó que tienes armas de fuego en casa. ¿Es eso cierto?
Sin duda se trataba de una táctica de interrogatorio policial: dar confianza y de repente apuntar entre los ojos. Era como disparar la última bala que permanecía escondida en la recámara.
—No creo que esa pregunta tenga nada que ver con mi ex novia —dije ofendido.
—¿Pero tienes armas de fuego o no? —insistió.
Suspiré hondo y contesté resignado.
—Creo recordar que había por casa una escopeta de perdigones. Debe andar por el cuarto trastero, si no me equivoco.
—¿Y qué me dice de la escopeta de caza? —preguntó a bocajarro con una mirada fulminante.
Me quedé helado. Ni yo mismo lo recordaba, y tampoco sabía cómo Diana podía haber obtenido esa información.
­         —Pertenecía a mi padre pero nunca la usó —respondí—. Ni siquiera llegó a comprar un solo cartucho.
—¿Y por qué la tiene guardada en el armario?
Era evidente que el inspector pretendía acorralarme. 
       —Bueno, verá: se la regalaron unos amigos hace ya muchos años. Una mañana le llevaron a una montería y no volvió jamás. Eso de estar apostado durante horas tras un arbusto no le gustó nada. Lo que de verdad le apasionaba a mi padre era el fútbol. Se pasaba las horas muertas viendo partidos y...
—No has venido aquí para hablarme de las aficiones de tu padre —interrumpió.
Empecé a sentirme cada vez más incómodo y nervioso. Temía decir alguna incoherencia que me complicara las cosas. Era consciente de que estaba perdiendo la naturalidad. Había contestado aquella pregunta de manera acelerada. Sin duda el inspector intentaba desequilibrarme psicológicamente y por unos instantes lo consiguió.
—Le aseguro que es ridículo —dije molesto—. No sé cómo pudo mencionar lo de la escopeta en la denuncia.
—Nada es ridículo —respondió categórico—. Las cosas son, o no son.
—Insisto en que ese comentario me parece irrelevante.
—En la investigación policial no hay nada irrelevante, amigo —dijo tras darle una calada al cigarro—. El más mínimo detalle puede ser motivo de acusación. Encontrar un cabello en el lavabo o huellas digitales en un vaso, podrían ser suficientes indicios como para condenar a alguien a cadena perpetua. Además, si es irrelevante o no, es algo que decido yo, y después el juez... si llega el caso.
Aquella fase del interrogatorio me ofendió en lo más profundo de mi dignidad. Es posible que se tratara de puro formulismo; de hecho luego supe que era una de las cuestiones que el denunciante por acoso debe rellenar: si el imputado tiene armas de fuego en su poder. Pero esa pregunta de trámite atentaba directamente contra mi honor.
A pesar del tiempo transcurrido en la comisaría me costaba creer lo que estaba sucediendo. Yo lo único que había hecho era terminar mi relación de pareja y me hallaba en el despacho de un inspector declarando si tenía una escopeta de caza.







5

El inspector Herranz dijo que de momento se suspendía el interrogatorio. Entre unas cosas y otras llegó la hora de comer, pero yo debía permanecer allí... Al menos tuvieron el detalle de traerme un bocadillo y un vaso de agua.
 Me sentía impotente; dolido en lo más profundo. No comprendía cómo había sido capaz de hacer algo tan mezquino, tan abyecto, tan injusto para mí. Sin duda el motivo de aquella denuncia era por puro despecho... Diana no supo aceptar que la hubiese dejado después de años conviviendo juntos. Pero nuestra relación se había desgastado y las discusiones eran constantes. En los últimos meses ya no existía ilusión ni armonía entre nosotros; ni siquiera unos momentos de tranquilidad. Lo cierto es que la tarde que fui a devolverle las cosas, entré en su casa e hicimos el amor. A decir verdad, fue ella la que me sedujo... Tras darle los álbumes de fotos, susurró con voz dulce: «¿Eso es todo?» Se apoyó sobre la puerta con las manos extendidas y me insinuó que lo hiciéramos por última vez... Me acorraló seduciéndome y no supe decir que no. Luego me propuso que volviéramos a intentarlo empezando desde cero. Pero le dejé claro que lo de aquella noche sólo había algo casual; que no volvería a formar una pareja con ella.
Después de cenar tomamos unas copas de vino, y empezaron a surgir reproches entre los dos. Una parte de mí aún la seguía queriendo, pero era consciente de que lo nuestro no tenía solución. Le confesé que sabía por medio de Juancar que estaba saliendo con otro chico; un tal Eduardo, para más señas. Era un amigo de su antigua pandilla al que yo solamente había visto una vez años atrás. Apenas podía ponerle rostro debido al paso del tiempo, aunque sí recordaba que me pareció algo  estúpido. Diana lloró en mi regazo asegurándome que no le quería; que estaba con él para tapar mi hueco pero que pensaba en mí constantemente, incluso hasta cuando hacían el amor. Luego me preguntó si yo estaba con alguna chica. En esos momentos me callé lo de Esther... Si le hubiera dicho que acababa de empezar una relación, la habría hundido del todo. Mentí por pena, convencido de que era lo mejor para ella.
Recuerdo que le pedí a Juancar que no le dijera a Diana lo de mi nueva pareja. Por aquel entonces él era la única persona que aún quedaba entre su mundo y el mío... Sabía que mientras estuviesen en contacto yo iba a seguir teniendo noticias de ella y eso me impedía avanzar mirando hacia delante. Aunque es doloroso arrancar de tu corazón alguien a quien has amado, pensaba que lo mejor era distanciarnos del todo para poder rehacer mi vida. Que Juancar hiciera de puente entre nosotros resultaba difícil de llevar para mí... Pero tampoco podía obligarle a que renunciase a su amistad. Por otro lado, me sentía en deuda con él. Había sido mi confidente durante todas las crisis con Diana; el hombro donde consolarme de mis problemas afectivos. Sin duda era el amigo perfecto para desahogarse, y yo confiaba plenamente en su apreciación de las cosas. Siempre tenía un consejo oportuno para cada situación en los conflictos de pareja. Su carácter reposado y su discreción te invitaban a abrirte; a poner en sus manos tus sentimientos más íntimos. La práctica continuada del yoga y las lecturas del Tao Te King se reflejaban en su aplomo a la hora de hacer una valoración. Aquel desapego por los sentimientos que inculca la filosofía budista, arraigaba cada vez más fuerza en su vida.







6

Pasaron las horas y el inspector Herranz no regresaba. Poco a poco empecé a familiarizarme con la comisaría. A fuerza de estar allí metido tanto tiempo, dejó de parecerme un lugar hostil. Ya me sabía de memoria cada rincón de la sala de espera: el número de baldosines, los colores y las formas del mobiliario, los edictos que estaban pinchados en el corcho... Sobre las siete de la tarde, pedí permiso para hacer una llamada y telefoneé a Esther. Le dije que estaría fuera varios días asistiendo a un congreso literario que se iba a celebrar en la universidad de Salamanca. Me dolió tener que mentirle, pero en ese momento pensé que era lo mejor para evitar complicaciones. Se trataba de un asunto demasiado turbio y no quería crear mal ambiente por culpa de temas ajenos a nosotros mismos. Nuestra relación acababa de empezar y mi deseo era que todo fuese armonioso.
Por fin apareció el inspector a las nueve de la noche. Se disculpó con un gesto y volvimos a entrar en su despacho. A pesar de mi falta de sueño no sentía cansancio alguno, y el mero hecho de pasar allí tantas horas me dio seguridad en mí mismo. El ambiente era mucho más relajado que al principio; percibí de manera sutil algo distinto en su forma de tratarme. El inspector se mostraba más cercano y eso me hizo levantar suspicacias. Por un lado lo agradecí, pero tuve el presentimiento de que podía haber algo oculto detrás de aquella supuesta amabilidad.
—Voy a dejar que te marches —dijo mientras firmaba el escrito que me ponía en libertad—. No hay ninguna prueba que te obligue a permanecer retenido por más tiempo. He creído oportuno que permanecieras aquí hasta la noche por cuestión de protocolo. Tal y como están las cosas hoy en día, si te hubiera puesto en libertad a las dos horas me habría traído complicaciones... Eso sí: te aconsejo que te deshagas de las armas cuanto antes.
­         —Pero ya le dije que yo...
—Da igual lo que dijeses —me interrumpió—. Que tengas una escopeta de caza en tu domicilio, es algo que te puede incriminar.
Permanecí unos segundos callado, mirándole con gesto obediente. El inspector se quitó la chaqueta, la colgó del perchero, sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarro.
—Te voy a decir algo en confianza, y espero que esto no salga de aquí... Mi propia mujer me denunció cuando nos separamos, tan sólo por tener el arma reglamentaria... Aunque luego no se pruebe nada y se desestime la causa, que vengan tus propios compañeros a detenerte es una humillación que no olvidas durante el resto de tu vida.
El inspector se puso frente a mí, agachó la cabeza y dijo en tono grave:
—Tienes que tener una cosa muy clara, muchacho: no corren buenos tiempos para los hombres respecto a las acusaciones por maltrato. Hoy en día lo que declare la denunciante prevalece siempre hasta que se demuestre lo contrario. La presunción de inocencia en estos asuntos tan sólo es papel mojado. Por culpa de tanto canalla que anda suelto hemos llegado hasta ese punto... Alguien a quien denuncian por este tipo de delitos, es un sospechoso en potencia con serias probabilidades de que le condenen. Lo que antes denominaban medidas cautelares, ahora no es otra cosa que la antesala de una condena. Y son muchos los que por ello tienen antecedentes penales sin haber hecho nada para merecerlo.
        El estómago se me  anudó con aquellas palabras. Hubo un momento de silencio que se me hizo eterno... Después el inspector continuó hablando sin dejar de mirarme, con el cigarro humeando entre sus dedos.
    —Gracias a la experiencia diaria de nuestro trabajo, sabemos que algunas de las denuncias por maltrato son falsas o están exageradas. Es la punta de lanza que utilizan algunas mujeres para castigar a sus parejas o para vengarse de ellas por despecho. Y saben que como mínimo, hasta que se pruebe su inocencia, van a pasar un rato desagradable en el calabozo de cualquier comisaría. Con esto lo único que consiguen es perjudicar al resto de mujeres que son maltratadas de verdad. Pero hay algunas que no tiene escrúpulos... Se han dado casos de autolesiones provocadas para simular una agresión ficticia.
Yo le escuchaba atento sin mover un solo músculo. El inspector Herranz dio una calada profunda al cigarro, echó el humo lentamente y paseó de lado a lado del despacho pensativo. Después siguió hablando con rotundidad aplastante.
—He visto llegar mujeres llorando a la comisaría, denunciando hechos que nunca se habían producido. He visto acusar de violación a hombres que en ningún momento cometieron ese delito; pero bastaron algunos indicios para condenarles... Los jueces tienen miedo de que la sociedad se les eche encima por no haber sido lo suficientemente duros con una sentencia. Espero que no sea tu caso, amigo; pero muchos hombres inocentes van a tener que pagar el pato por otros que realmente sí se merecen condenas severas y que son los que provocan la alarma social. Es lo que se llama ley de compensación.  Hoy en día las cosas funcionan así. Cualquier crimen aberrante cometido por un varón contra una mujer, de cara a la sociedad nos condena a todos los hombres.
El inspector Herranz me estaba apabullando con su discurso. Había conseguido intranquilizarme de manera ostensible y se dio cuenta de ello.
—Estate tranquilo, muchacho —dijo en tono más cercano—. Tú no tienes aspecto de haber hecho nada... Aquí sabemos olfatear al que tiene sucias las manos y no solemos equivocarnos; es nuestra profesión. Ya sabes: los gestos, la mirada, la respiración, la boca seca, la frente sudorosa... Todos esos detalles hablan por sí mismos. Ahora lo único que tienes que hacer es volver a casa y olvidarte para siempre de esa chica. Hazme caso. Si vuelves a contactar con ella, puede traerte muchas complicaciones.
Entonces me ofreció un cigarro. Aunque yo no fumaba, lo acepté para calmar mis nervios. Empecé a toser de forma compulsiva y me dio varios golpecitos en la espalda. Por unos momentos llegué a pensar que el inspector Herranz, dentro de su aparente dureza, era un tipo amable y receptivo; pero no dejaba de ser un policía y hubiera sido un error relajarme en mi trato con él. A pesar de que sus palabras habían sido políticamente incorrectas y en cierto modo se ponía de mi lado, aquello seguía siendo la prolongación de un interrogatorio. Cualquier cosa que yo dijese, por insignificante que pareciera, podría reflejarse en el acta... Todo en mi mente resultaba cada vez más confuso y contradictorio. Me hallaba retenido en una comisaría, y el propio inspector intentaba darme consejos y ánimos... ¿Por qué esa amabilidad especial conmigo? ¿Quería tranquilizarme o era una táctica psicológica para que me confiara y pillarme en un desliz? ¿Estaría vigilado durante varios días para controlar mis movimientos?
Pensé que lo mejor era largarme de allí cuanto antes, poner tierra de por medio y reanudar mi trabajo con la novela. Quería dedicarme plenamente a ella y olvidarme para siempre de aquel mal trago. Estaba a punto de irme, cuando sonó el teléfono en la oficina contigua. Entró un policía joven y dijo:
—Señor Herranz: una llamada para usted del juzgado de guardia.
—Pásala a mi despacho.
—De acuerdo, señor.
Prácticamente el inspector no habló; se limitaba a escuchar una orden recibida del exterior. Yo permanecía expectante... Instantes después, colgó. Hubo un silencio de varios segundos. Tan sólo se percibía el sonido del viejo ventilador dando vueltas. El inspector me miró condescendiente, y dijo:
—Lo siento, amigo. Tu estancia aquí tendrá que prolongarse por un tiempo... Parece ser que tu ex pareja ha aportado nuevas pruebas en el juzgado y están a la espera de que sean verificadas. Pero no te preocupes demasiado; sólo se trata de una medida cautelar. El juez ha creído oportuno que permanezcas las setenta y dos horas que permite la ley retener a un denunciado en comisaría.
Me desmoroné por completo. Aunque su intención fue quitarle importancia, él mismo olvidó lo que me había dicho minutos atrás: «Lo que antes denominaban medidas cautelares, ahora no es otra cosa que la antesala de una condena.»







7

Tras recibir el impacto de aquella noticia, pensé en mi gato Aris. Lo imaginé sin comida, maullando desconsolado por todos los rincones de la casa... El policía joven me dio algo para cenar y después me llevaron al calabozo de la comisaría. El ambiente allí era lóbrego y húmedo, pero  por suerte aquella noche no trajeron a nadie detenido. Iba a estar completamente solo y fue algo que agradecí. Había sido una jornada agotadora. Lo único que deseaba era silencio y quietud para poner en orden mi cabeza... A última hora el policía joven bajó al calabozo, me preguntó si necesitaba algo y luego me dio las buenas noches. Cuando por fin cerró la puerta dejándome solo, me sentí aliviado... Lo cierto es que el trato allí conmigo estaba siendo más que aceptable, teniendo en cuenta que era presunto sospechoso de haber cometido un delito. En esos momentos me dio rabia pensarlo: yo detenido como un vulgar delincuente, cuando la realidad era que no había hecho absolutamente nada. ¿Qué nuevas pruebas habría aportado Diana, si ni siquiera la denuncia por acoso era real? Aquello no me cuadraba... Procuré tomármelo con calma y verlo desde una perspectiva positiva diciéndome a mí mismo: «Tranquilo, tres días pasan rápido. Después todo se aclarará. Además, tengo mi presunción de inocencia intacta. A pesar de lo que diga el inspector, la presunción de inocencia es sagrada. Vivimos en un país democrático. Jamás condenarían a nadie sin pruebas fehacientes.»
Tras quitarme los zapatos, me tumbé sobre la colcha de una de las seis literas que tenía el calabozo. La humedad en aquella estancia oscura te calaba hasta los huesos. Apoyé la cabeza sobre la almohada con aprensión por si hubiera pulgas o cualquier otro tipo de parásito. Luego cerré los ojos intentando relajarme para conciliar el sueño, pero la inercia de todo aquello me produjo un estado de insomnio total.
Pasaron varias horas en el más absoluto silencio. Tan sólo se oía mi respiración acompasada. En la oscuridad del calabozo, un torrente de imágenes lejanas comenzaron a desfilar por mi mente. Allí tumbado, me invadió de golpe un recuerdo de la infancia...... Estaba en la puerta del colegio y corría al encuentro de mi madre...... Ella me miraba sonriente y luego me abrazaba con ternura...... Yo me sentía protegido......Nada en el mundo podía hacerme daño...... Mi madre estaba allí para defenderme...... Cuánto hubiera dado en esos momentos por volver a  ser un crío; por tener allí a mi querida madre abrazándome con todo su amor...... Aquel recuerdo hizo que varias lágrimas se deslizaran sobre mis mejillas. Una desolación absoluta invadió mi ánimo. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo... Me sentía totalmente indefenso y por unos instantes tuve miedo... Entonces me di cuenta de que había vivido circunstancias mucho más duras que aquélla en la que me encontraba esa madrugada. Recordé mi servicio militar en África haciendo guardias junto a la frontera, en barrancos por donde los moros deambulaban de noche...... Las patrullas nocturnas armados hasta los dientes por la Cañada de la Muerte...... El filo de navajas desafiantes en callejones oscuros...... Y los cantos lastimeros de los imanes desde los minaretes en la época del ramadán...... Más tarde pasé dos años terribles en los que el propio diablo parecía haberse ensañado conmigo. Por una serie encadenada de circunstancias adversas, mi situación económica comenzó a tocar fondo... El editor me estafó con las ganancias del libro; tan sólo me pagaba el diez por ciento de lo vendido...... Durante varios años viví en la buhardilla sin luz eléctrica, rodeado de velas por todas las estancias. No tenía dinero para llevar a cabo ningún arreglo. Las cañerías del agua reventaron y tuve que estar durante meses soportando un intenso olor a moho......
La noche avanzaba y no podía dormir. En plena oscuridad, los recuerdos más escabrosos de mi pasado afloraban una tras otro... Retornaron a mi memoria situaciones límite que había experimentado a largo de mi vida: pude ver aquellas rocas escarpadas de Gredos al borde del precipicio...... La nada frente a mí...... El vacío......  El ser o no ser en toda su trascendencia..... El viento áspero de la sierra calándome hasta los huesos...... El miedo de sentir el peligro acechando bajo tus pies...... Y años más tarde el brutal accidente de coche...... Un cretino estampándose contra mí a más de 140 kilómetros por hora...... El sonido del impacto...... El ruido de cristales rotos...... La imagen de hierros retorcidos sobre el asfalto...... La visión de la muerte a un solo milímetro...... El momento de la colisión hasta que golpeé contra la barrera de la autopista...... Fue como si el tiempo se detuviese...... Esos cinco segundos inertes me parecieron una eternidad...... El coche desplazándose casi cien metros fuera de control...... Todo transcurría a cámara lenta...... Percibí el principio y el fin de mi existencia en un solo instante...... Toda una vida resumida en cinco segundos......  Desde el útero materno hasta el momento de abandonar este mundo......
En plena madrugada, con un silencio absoluto invadiendo el calabozo, mis recuerdos comenzaron a diluirse. Luego entré en un estado de ensoñación en el cual surgían escenas de la pesadilla del Circo de las Máscaras: los personajes reían a carcajadas haciendo piruetas y balanceándose en el columpio del trapecista. Los tres se burlaban de mí, me empujaban, me ponían la zancadilla...... Después como por arte de magia aparecían dentro del calabozo y me arropaban susurrando frases en un idioma extraño...... De pronto desperté y los vi observándome a un solo palmo de mi rostro...... Pude percibir con claridad que Nusky representaba a Diana, y el Maestro Brossinsky al autor de la llamada anónima. Pero... el gurú; ¿a quién podía representar en la vida real?
Un hilo de luz comenzó a entrar por las rejillas del respiradero cuando por fin me dormí.







8

Durante las siguientes jornadas que estuve preso, hubo mucha más agitación que el primer día. Compartí el calabozo con varios inmigrantes indocumentados que apenas hablaban español y con dos sudamericanos que habían atracado una joyería. A última hora de la noche, tras una redada por el centro de la ciudad, la comisaría se llenó de prostitutas rumanas que debían prestar declaración. Era chocante verlas montando una algarabía en aquel lugar tan frío y adusto.
 Después de pasar setenta y dos horas detenido, por fin me pusieron en libertad con cargos. Al pisar la acera de la calle y sentir el aire fresco acariciando mi rostro, maldije a todas las mujeres que eran capaces de denunciar a un hombre por venganza, y maldije también a los hombres que eran capaces de maltratar a una mujer... Nada más abrir la puerta de casa, cogí al gato en volandas y lo abracé emocionado. Llené sus cuencos de agua y comida mientras esperaba impaciente junto a mí. El pobre animal había sufrido las consecuencias de una justicia mal pertrechada que mataba moscas a cañonazos. El juez instructor me había impuesto una orden de alejamiento provisional hasta el día del juicio. Tenía que ir todas las semanas a fichar a la comisaría. Resultaba fastidioso, pero dentro de lo malo, bastante llevadero.
A pesar del mal trago y de la humillación, salí reforzado de aquella experiencia. Lo único que deseaba era olvidarlo cuanto antes y volver a la normalidad. Enseguida reanudé mi trabajo de documentación en la Biblioteca Nacional concentrándome en mis asuntos literarios. Aquel duro trance sólo volvía a refrescarse en mi memoria la fecha en que debía pasarme por la jefatura para firmar. A veces coincidía allí con el inspector Herranz, que me saludaba preguntándome cómo iba todo. Él mismo me aconsejó que hiciera lo posible por que retirasen la denuncia. Desde luego era la mejor manera de zanjar el asunto, pero no me atrevía a llamar a Diana, pues ignoraba cuál sería su reacción al escuchar mi voz... Varias veces estuve a punto de marcar su número, aunque en el último instante siempre me echaba hacia atrás.
Fui posponiendo aquello hasta que me llegó una notificación oficial con la fecha del juicio para finales del mes siguiente. En ese momento reaccioné y quise tomar medidas cuanto antes. Iba a ser muy desagradable estar frente a un juez con la persona que había compartido mi vida durante tantos años... Entonces pensé que Juancar era mi última esperanza para intentar que Diana retirase la denuncia. Hacía mucho tiempo que no daba señales de vida, pero estaba convencido de que en una situación como ésa me echaría una mano sin dudarlo. Durante varios días intenté hablar con él por teléfono, aunque me fue imposible localizarle. Al final opté por dejar un mensaje en su contestador diciendo que se trataba de algo muy importante. Pero no me contestó.
Poco después se me ocurrió hablar con Alberto, un amigo psicólogo que teníamos en común. Me dijo que desde hacía varios meses Juancar vivía inmerso en su mundo espiritual. Cada vez estaba más imbuido en sus clases de yoga, hasta el punto de conseguir el título de Maestro Yogui. Había asumido un rol que poco a poco se fue apoderando de su personalidad. Era como si impartir clases de yoga le hubiese colocado sobre un pedestal. A partir de ese momento, sus consejos a los amigos ya no eran tales consejos, sino doctrinas sacadas de lecturas que hablaban por sus labios. No eran sus propios discernimientos los que exponía, sino pasajes de libros budistas que repetía hasta hacerlos suyos.
—Siento tener que decirte esto —me contó Alberto ante mi asombro— porque sé que durante mucho tiempo ha sido tu mejor amigo; pero tienes que darte cuenta de la realidad respecto a Juancar. Aunque parece una persona entrañable y cercana, en el fondo es un tipo taimado y oportunista que se oculta tras filosofías orientales para conseguir sus propósitos. Su perfil es lo que se denomina en psicología como un pasivo-agresivo. Me da la sensación de que durante mucho tiempo has confiado plenamente en él sin conocerle de verdad. Sé varias cosas que te dejarían con la boca abierta...
Alberto me dijo que una noche se encontró a Juancar con Diana en la sidrería del barrio. Por lo visto quedaron para ir luego a cenar a un restaurante vegetariano de parejas. Le confesó que últimamente estaban empezando a salir solos... Diana y Eduardo habían tenido una discusión muy fuerte por mi culpa y decidieron dejar su relación durante un tiempo. A Alberto le dio la sensación de que Diana estaba utilizando a Juancar para darme celos y que picó el anzuelo... En un momento en que ella se fue al servicio, Alberto le contó todo lo que había pasado conmigo: lo de la denuncia, lo de la comisaría, lo del calabozo, lo del juicio. Le pidió que intercediera entre Diana y yo para arreglar las cosas, pero, ante su asombro, dijo que no se quería meter en medio de nosotros. Alberto le cortó aseverando que resultaba muy extraño no querer meterse en medio, y a la vez estar quedando a solas con mi novia... Tras saber todo esto se me cayó la venda de los ojos y descubrí su verdadera naturaleza sibilina, enmascarada en una falsa actitud espiritual. Juancar había sido capaz de quedar a mis espaldas con Diana; pero cínicamente se lavaba las manos ante nuestro problema... Ya no me cabía la menor duda: el gurú Shavad del Circo de las Máscaras era la viva reencarnación del que hasta entonces creía tener como mejor amigo. Fui consciente de que al contarle todos mis secretos con Diana durante años, estaba poniendo al zorro a cuidar el corral de las gallinas. En realidad Juancar me ayudaba con la intención de estar lo más cerca posible de ella.
Esa misma noche Alberto se ofreció para llamar a Diana. Hablaron una tarde de domingo pero no pudo conseguir nada. Yo estaba muy cerca del auricular sin que ella lo supiera... Diana le aseguró que no iba a retirar la denuncia; que ya nos veríamos en los juzgados. Se la percibía en el tono de voz distante y resentida. Parecía como si fuese otra persona la que hablaba... Alberto intentó por todos los medios convencerla, pero resultó en vano.
—Una denuncia falsa se puede volver contra ti, ¿lo sabes? —le advirtió al final de la llamada—. Diana se quedó en silencio y después colgó.
Ya no me quedaba otra alternativa. Tenía que llamarla yo mismo. Sin duda era un recurso a la desesperada, aunque no perdía nada por intentarlo... Pasaron varios días hasta que por fin decidí hacerlo, pero ante mi desesperación nunca cogía el teléfono. Diana estaba actuando exactamente igual que Juancar... Resignado, tuve que recurrir al contestador y dejando un mensaje lo más amable posible. No obtuve respuesta en ningún sentido, hasta que una noche a última hora, sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—Recuerdas lo que te dije, ¿verdad?
Esa voz siniestra me era familiar. Permanecí callado esperando a que continuase hablando.
—Te aseguré que ibas a pasarte unos días a la sombra, y lo he cumplido. Pero la siguiente vez no van a ser tres días, sino unos cuantos años hasta que te pudras.
—Eres muy valiente oculto tras el anonimato —respondí desafiante—. Ya es la segunda vez que me llamas y no tienes agallas para decirme quién eres.
—Soy Eduardo —contestó—. Diana me lo ha contado todo.
—¿A qué te refieres con todo? —pregunté alarmado.
—Lo sabes de sobra... Has jugado con fuego y ahora te vas a quemar. Tenemos todas las pruebas que te incriminan.
Me dijo que había leído en su diario lo de nuestro último encuentro en su casa, cuando le devolví los álbumes de fotos.
—La forzaste, ¿verdad cabrón? —gritó insultándome con voz rabiosa.
En ese momento me asusté. O Diana le mentía, o estaba escribiendo cosas falsas en el diario.
—Yo no he forzado a nadie —dije ofendido.
—No voy a perder más el tiempo con tipejos como tú. Solamente quiero que sepas que Diana ya no está sola ni indefensa, y que te voy a partir la cara como la sigas molestando, ¿te ha quedado claro? Ándate con ojo que no estoy de broma. Este año van más de sesenta muertes por maltrato y la sociedad está muy sensibilizada con ello. Ya puedes irte escondiendo debajo de las piedras...
—¡Pero de qué me estás hablando! —grité—. ¡A qué viene todo eso!
—Estás perdido —respondió amenazante—. Ahora sí que lo vas a pagar caro, hijo de puta.
No me dio tiempo a replicar más. Eduardo volvió a insultarme y colgó.







9

Transcurrieron varias semanas de relativa tranquilidad. Yo estaba a punto de concluir mi novela y andada ocupado buscando una editorial para poder publicarla. Esther me había presentado a un antiguo novio suyo escritor que tenía muy buenas relaciones en el siempre difícil mundo literario. La cosa en un principio parecía ir por buen camino, pero al enterarse de que yo era novio de Esther decidió archivar el asunto. Seguía enamorado de ella y no estaba dispuesto a hacer un favor a su nueva pareja. Por otro lado, se le había subido a la cabeza el éxito obtenido con su última novela, pasando en poco tiempo de ser un tipo campechano, a un escritor engreído y pedante de los que miran por encima del hombro a sus colegas de profesión.
Después de varios intentos infructuosos, por fin contacté con una nueva editorial que huía de lo estándar, y que sin duda era ideal para mi estilo. Sabía que muchas editoriales desechaban mis escritos por ser demasiado vanguardistas... Durante una semana estuve ocupado con todas las gestiones para que la novela por fin saliese a la luz. Diseñé la cubierta con el editor y preparamos la maquetación del libro. Tras llegar a un acuerdo en el número de ejemplares para la primera edición, solamente quedaba el trámite obligado de la firma del contrato. Fueron unos días de ilusión y esperanza, en los que de nuevo mi carrera literaria tomaba buen rumbo. Eso sin duda repercutió positivamente en mi relación con Esther, y nuestros lazos afectivos se unieron cada vez más. De hecho, empezamos a plantearnos la posibilidad de vivir juntos.
La tarde que iba a firmar el contrato en la editorial, mi gato estaba de nuevo intranquilo. Daba vueltas sin cesar a mi alrededor mientras maullaba.
—¿Qué pasa, Aris? —pregunté acariciando su lomo.
Unos minutos más tarde, llamaron a la puerta. Frente a mí, encontré a una pareja de policías nacionales.
—Acompáñenos, por favor.
—¿Qué significa esto? —dije con cara de incredulidad.
—Tenemos una orden de detención contra usted.
—¿Otra vez? —grité indignado— ¡Yo no he hecho nada!
—Nosotros sólo recibimos órdenes del juzgado.
—Deber ser un malentendido. Juro que no he hecho nada. ¡Lo juro!
—Tiene derecho a un abogado y a permanecer en silencio hasta el día de su declaración frente al juez —dijo uno de los policías.
Me dieron cinco minutos para coger mi documentación y mis objetos personales. Luego me esposaron y me metieron en un coche-patrulla. Poco después ya estábamos frente las puertas de la comisaría. Esta vez me llevaron directamente al despacho del inspector Herranz. Ordenó que me quitaran las esposas y nos quedamos solos una vez más.
—Ahora sí que te has metido en un buen lío —dijo sacando el paquete de tabaco de su chaqueta.
—Le aseguro que no he hecho nada.
—En el informe consta que has infringido la orden de alejamiento.
—Tan sólo llamé para que retirase la denuncia, y ni siquiera hablé con ella. Le dejé un mensaje en el contestador.
—Hiciste mal, amigo.
—Usted mismo me aconsejó que lo intentase —repliqué.
—Pero no directamente, sino por medio de algún conocido.
—Y lo intenté de esa forma, aunque no dio resultado... Por eso decidí llamarla yo mismo —dije agachando la cabeza—. Pero fue una llamada totalmente inocua. Quería arreglar las cosas de manera amistosa...
—Has de saber que el mero hecho de llamarla te inculpa. La orden de alejamiento no es sólo física; incluye el no comunicarse con la denunciante por teléfono o de cualquier otro modo.
—No hubo mala intención en mi llamada, se lo aseguro.
—Recuerda lo que te dije aquella vez.
El inspector sacó un cigarro de la cajetilla, lo encendió, y continuó hablando:
         —Tal y como están las cosas hoy en día, lo que diga la denunciante es palabra de Dios. Son demasiados casos de muertes al año como para que los jueces se anden con miramientos. Métete esto en la cabeza, muchacho: tu presunción de inocencia sólo es papel mojado... Antes siempre debía probarse que alguien era culpable; pero en los casos de maltrato es al revés: tienes que demostrar que no has hecho nada malo, y en ese intervalo de tiempo la justicia vigilará cada movimiento que hagas con lupa.
En aquel instante me sentí traicionado por el inspector. Llegué a pensar que él mismo me había tendido una trampa para infringir la orden de alejamiento. Me daba la sensación de que sabía muchas más cosas de las que me decía y que estaba utilizando un juego psicológico para desbaratarme con la intención de que cometiera un error irreparable... Aquello fue como un zarpazo para mi ánimo y me hundí por completo. Pero no tenía más remedio que seguir luchando. No podía permitir que me desbordara haciéndome claudicar. Sin duda el inspector tenía una fuerza psicológica embaucadora... Era consciente de que si le seguía el juego me arrinconaría contra las cuerdas, quedando  definitivamente a su merced. No podía permitir eso; no podía flaquear ni un instante más. Debía hacer un esfuerzo añadido para despojarme de su dominio psicológico, pues de lo contrario estaba perdido... Tenía que sacudir de mi mente la actitud pusilánime que había asumido frente a su personalidad. Lo malo es que partía claramente en desventaja... Él contaba a su favor con la experiencia de años bregando contra toda clase de delincuentes, mientras que yo nunca había sido detenido por un supuesto delito. Y lo más preocupante para mí: él no tenía nada que perder, pero yo me estaba jugando una condena.
Después de pasarme toda la tarde metido en el calabozo, ordenó que me subieran de nuevo a su despacho. El inspector había recibido un escrito urgente del Juzgado nº 11 de Violencia Contra la Mujer. Iba a adelantarse la fecha del juicio. Las pruebas halladas por la policía científica tras la investigación pericial eran irrefutables.
—¿Qué... qué tipo de pruebas? ­—pregunté.
Dijo que existían indicios mucho más graves que me incriminaban, pero que no podía revelar el contenido del sumario. El juez dio órdenes estrictas para que no se me informase de los detalles.
—¿Tan grave es de lo que se me acusa? —musité con un hilo de voz.
 Durante varios segundos permaneció en silencio. Por su expresión, me di cuenta de que se trataba de algo muy serio. Fui consciente de que todo se había vuelto contra mí: mi ex pareja, mi mejor amigo, la supuesta complicidad del inspector... Sentí asco por el mundo y aquel lugar empezó a darme náuseas. En ese instante exploté.
—Vamos, sea sincero —dije en tono de reproche— Acabemos de una vez con este juego. Usted lo sabía todo... Sabía que detenerme sólo era cuestión de tiempo. Desde la primera vez que entré por esa puerta, sabía que yo no era más que un vulgar insecto atrapado en su red. Cuando me dijo que no tenía aspecto de haber hecho nada, se estaba burlando, ¿no es cierto? Y cuando me ofreció un cigarro fue para obtener mi ADN con el filtro de la colilla, ¿no es así? Se ha divertido un rato conmigo, ¿verdad? ¡Vamos, señor inspector! ¡Al menos tenga el valor de reconocerlo!
En esos momentos no pude soportarlo más y me eché a llorar como un niño tapándome la cara con las manos. No comprendía por qué todo se había vuelto tan hostil para mí. No podía aceptar que mi mejor amigo me hubiera traicionado y que Diana estuviese dispuesta a arruinarme la vida a cualquier precio... Entonces el inspector tuvo una reacción que me dejó asombrado. Cerró el despacho con llave, se quitó la chaqueta y la colgó del perchero, se aflojó la corbata, desprendió la chapa policial de su camisa, sacó una botella de whisky del armario, y dijo mirándome fijamente:
—Mientras haya licor aquí dentro, olvídate de mi placa.
A partir de ese instante, todas las barreras dejaron de existir entre nosotros. El inspector me aseguró que me creía. Dijo que estaba convencido de que habían manipulado las pruebas, pero que no podía hacer nada por mí. Procuraba tranquilizarme para que no me preocupara más de la cuenta, aunque yo seguía desconfiando de su actitud ambigua. Lo cierto es que a medida que el alcohol disminuía en la botella, la sinceridad fue ganando terreno entre nosotros. Charlamos de cosas que jamás pensé que fuera posible hablar con un jefe de policía. Tenía ante mí a un hombre sin pelos en la lengua que contaba abiertamente lo que pensaba. A mitad de la botella de whisky, empezó a hablarme de su vida. Me dijo que había corrido delante de los grises durante la época de la dictadura cuando era un universitario. Me contó lo de la cicatriz que atravesaba su rostro desde el labio hasta la patilla; fue en una redada policial contra una banda de atracadores, en los bajos fondos de la ciudad. Al final acabamos hablando de la justicia, de los políticos, de la sociedad; de que el sistema utiliza instrumentos aparentemente inofensivos para controlar a la población. El inspector lo llamaba “echar alpiste a los pollos”. Todo consistía en dirigirnos sutilmente hacia donde le interesa al estado tener a la “masa sucia”, que era el término despectivo con que el poder establecido define al vulgo.
—Pero eso ya viene de antiguo —dijo tras darle un trago a la botella—. Ya sabes: “pan y circo” que llamaban los romanos... Ahora hemos sustituido a los leones devorando cristianos, por los partidos de fútbol y el cotilleo sangrante en tertulias de gente zafia y grotesca. Ahí es donde nos quieren tener para desviar la atención. Al sistema no le favorece un pueblo culto y bien informado. Interesa más que la masa permanezca abducida para manejarla. Si no, ¿cómo se podría controlar a toda esa fuerza? ¿Quién podría detener a millones de personas dirigiéndose hasta el palacio del rey para exigirle que abdique? La fuerza de la masa unida es lo que más teme el poder establecido... Por eso hay que emplear todos los recursos posibles para neutralizarla. Y es más eficiente un buen lavado de cerebro, que cualquier medida represiva empleada contra el pueblo. Los avances tecnológicos, que en apariencia sirven para hacernos la vida más cómoda, pueden acabar utilizándose como herramientas para mantenernos controlados... Orwell tenía más razón de lo que él mismo jamás hubiera podido imaginar cuando escribió 1984: vivimos en un mundo que ha suprimido la privacidad por completo. Ahora cualquier persona en cualquier momento puede ser grabada, filmada o controlada por sus escritos en Internet...
El inspector Herranz era un hombre culto y bien preparado. Sabía perfectamente lo que decía, aunque no fuera lo más ortodoxo para un defensor de la ley... A pesar de sus comentarios liberales, algo me impedía exponer abiertamente mis opiniones. La mayor parte del tiempo me limitaba a escucharle embriagado por el alcohol. Seguía sospechando que podía tratarse de una táctica psicológica para tirarme de la lengua. Es probable que hubiese recabado información y que supiera de mi pasado mucho más de lo que yo pudiera imaginar... Mi primera novela era lo suficientemente comprometida como para escudriñar en mi ideología. No obstante, me sorprendió con todas aquellas disertaciones que rayaban lo subversivo. Es posible que fuera un ardid para poder incriminarme con algún comentario desafortunado que saliera de mi boca; pero me daba la sensación de que todo lo que decía lo pensaba de verdad. Creo que el inspector se percató de ello como si fuera capaz de leer mis pensamientos.
—¿Acaso piensas que un policía no tiene sus propias ideas? —dijo sacando otro cigarro del paquete—. Todos tenemos nuestro punto de vista de las cosas. Nadie puede ser plenamente objetivo en su visión del mundo; ni tan siquiera los jueces... En la sociedad todo es fachada, ésa es la triste realidad. Lo importante es que no traiciones a tus principios por nada del mundo.
Justo antes de abandonar la oficina para bajar al calabozo, el inspector puso su mano sobre mi hombro y me dijo:
—Te deseo suerte, muchacho. La vas a necesitar.
Lo que estaba sucediendo en mi vida resultaba increíble; pero no podía darle la espalda a la realidad. Las leyes eran frías y en ningún momento contemplarían el más mínimo atenuante respecto a mi presunción de inocencia. Aquella calurosa madrugada, la puerta del calabozo se cerró una vez más tras mis espaldas.







10

Estuve detenido en la comisaría hasta la víspera del juicio. Durante ese tiempo, pude recibir visitas de mis allegados. Varios compañeros de la biblioteca fueron a verme, sin dar crédito a lo que me estaba pasando. Alberto de vez en cuando también se acercaba por allí para darme ánimos. Me alentaba diciendo que le echase valor; que el juicio saldría bien. Incluso recibí la visita de mi editor, el cual me animó a que escribiese una novela relacionada con mi propia experiencia. Al final no tuve más remedio que poner a Esther al corriente de todo... Ella no daba crédito a la maldad de Diana y Eduardo.
El día del juicio entré absorto en la sala. Me sentía como un toro que empujan al ruedo para ser lidiado. La gente me observaba con expectación, mientras se dejaba oír un murmullo... Pude percibir un semblante distinto en el rostro de Diana. En realidad se parecía más al personaje endemoniado de Nusky, que a la mujer con la cual compartí varios años de mi vida. Tenía la misma mirada vidriosa que en mi sueño; el mismo rencor reflejado en su expresión. Junto a ella estaba Eduardo. Ciertamente lucía el aspecto de un verdadero psicópata. Expresaba con su sonrisa cínica una maldad enfermiza. Cuando subí al estrado para declarar, me miraba atravesándome con todo el odio del mundo... De repente, alguien entró en la sala de forma inesperada. Al principio no le reconocí. Llevaba un turbante en la cabeza y lucía una espesa barba negra. Vestía ropa ancha con colores vivos al estilo hindú. Se quedó de pie junto a la entrada, completamente inmóvil. Era Juancar. Hubo unos instantes de silencio. El juez comentó algo al respecto con el procurador, pero no llegué a escucharlo con claridad. El tribunal miraba de lado a lado preguntándose quién era aquel tipo con pinta de visionario. El guarda de seguridad se acercó hasta él diciéndole que no podía permanecer allí. Juancar se sentó junto al banco de los testigos, a pesar de que no abrió la boca en toda la sesión para declarar.
Poco después mi abogado subió con solemnidad a la tarima,  pronunciando un discurso  brillante en la oratoria y elocuente en el contenido.
—Con la venia, Señoría —dijo mientras se ponía las gafas para leer su manifiesto desde el estrado—. Todo el mundo sabe la caza de brujas a la que se está sometiendo a cualquier varón por el mero hecho de serlo, con las nuevas leyes que inculpan a un imputado basándose en el más mínimo indicio, sin pruebas fehacientes que sostengan una acusación sólida. Esas  nuevas leyes aprobadas por el parlamento, más propias de una dictadura que de una democracia, dan carta blanca para condenar de manera poco rigurosa los supuestos hechos denunciados por cualquier mujer, que, basándose en su testimonio y en un supuesto estado anímico  de indefensión a menudo fingido o distorsionado, convierten a su pareja en un agresor en potencia, cuando lo cierto es que ha quedado demostrado que la mayoría de las denuncias interpuestas por una mujer contra un hombre, son falsas o cuando menos dudosas en el contenido, exagerando los hechos y tergiversando la verdadera causa que la llevó a tener un conflicto con su cónyuge. Como bien sabe su Señoría, se han llegado a dar casos de autolesiones simulando una agresión que la misma denunciante causó en su cuerpo; hecho que sin duda repercute en las verdaderas denuncias por maltrato, y que supone una afrenta contra las mujeres realmente amenazadas. Para agravar más la situación, dichas denuncias falsas no son castigadas en la mayoría de las ocasiones, aunque se demuestre de forma palmaria su premeditación y su alevosía. En ese caldo de cultivo de total impunidad, muchos hombres van a tener que sufrir el castigo de mujeres despechadas que se amparan en la ley para saciar su sed de venganza. 
        Mi abogado dirigió un a mirada de censura a Diana, que permanecía rígida en el asiento. Después continuó leyendo:
     —Se ha creado un nuevo órgano judicial única y exclusivamente para defender los derechos de la mujer, cosa que nadie cuestiona en la intención, pero sí en el contenido y en la forma. Todos sabemos que un mismo acto para un hombre implica un delito, mientras que para una mujer solamente se tipifica como falta, hecho que manifiesta una flagrante contradicción en lo que respecta a equiparar igualdad de derechos entre féminas y varones. Todos sabemos que con la simple declaración de una mujer en comisaría, cualquier hombre puede ser apresado inmediatamente en su domicilio y permanecer detenido durante tres días hasta que se pruebe su inocencia. Ese simple hecho, que últimamente se repite cada vez con mayor asiduidad, supone una humillación psicológica para todo ciudadano libre, que tiene que soportar el castigo de verse esposado en el portal de su propia casa, con los vecinos como testigos de semejante vilipendio. Las estadísticas no mienten, Señoría. Todos sabemos cuántas veces se ha utilizado en los juzgados ese pérfido recurso para castigar, con el móvil del rencor y la venganza como única y verdadera razón de la denuncia. Todos sabemos cuántas calumnias han tenido que soportar infinidad de maridos por parte de sus esposas para quedarse con la custodia de los hijos y una renta anual nada despreciable, que luego utilizan en beneficio o incluso para el esparcimiento con su nueva relación sentimental. Todos sabemos cuántos hombres inocentes han visto hipotecada su vida perdiendo sus bienes y quedándose literalmente en la calle como vagabundos, por el simple testimonio sibilino y tendencioso de su ex mujer. Cuando un estado de derecho se basa solamente en indicios para condenar a alguien  sin respetar la presunción de inocencia, es que algo fundamental está fallando en nuestro ordenamiento jurídico, Señoría.
 El resto del juicio, tras la intervención de mi abogado, no duró demasiado tiempo. Más que un juicio en sí mismo, parecía una representación teatral; un esperpento surrealista donde desfilaron los atributos más despreciables que definen al ser humano. Cada mentira, cada detalle inventado por Diana en su testimonio ante el jurado, eran puñaladas que me desgarraban por dentro. Mi abogado no pudo hacer nada ante dos pruebas aportadas por la acusación, las cuales me incriminaban de manera fulminante: un cuchillo con mis huellas digitales y un certificado médico en el que constaba que fueron hallados restos de mi semen en su vagina. Me quedé estupefacto. Para mí resultaba evidente que todo estaba manipulado, aunque ignoraba cómo habían podido hacerlo. Diana conservó intacto el cuchillo con el que corté el queso mientras preparábamos la cena; pero era imposible que el médico hallara restos de mi semen, pues recordaba con nitidez que había usado un preservativo aquella noche. De hecho, fue ella misma la que me lo quitó cuando terminamos de hacer el amor.
 Tuve que escuchar completamente anonadado los testimonios de Diana en su diario; la descripción detallada de mi supuesta violación. Dijo que me recibió en la puerta con la única intención de recoger los álbumes de fotos, pero que yo le pedí entrar en su casa con la excusa de que estaba sediento. Una vez en la cocina, la sujeté por el cuello, cogí con rapidez un cuchillo y la obligué a tumbarse boca arriba en la mesa, donde la violé amenazándola con que, si gritaba para alertar a los vecinos, la mataría... Juancar permanecía estático en su asiento, con expresión de no dar crédito a lo que escuchaba. El juez y la fiscal me miraban fijamente, mientras Diana relataba los hechos fingiendo un miedo atroz. Me sentía desnudo, desarbolado. Sabía que mi vida y mi futuro se estaban resquebrajando a cada renglón leído por mi ex novia... A su lado, el cretino de Eduardo reafirmaba aquellas palabras inventadas haciendo gestos de afectación. En esos escritos ficticios, se vertía sobre mí toda la perfidia del mundo.
  Tras la infame declaración de Diana, concluyó por fin el interrogatorio. Después el jurado se reunió en una sala contigua para deliberar sobre el veredicto. Mientras tanto, el abogado procuraba calmar mi inquietud con palabras de consuelo.
      —Estate tranquilo — dijo poniendo la mano sobre mi rodilla—. En el peor de los casos, recurriremos la sentencia.
      Pero en la expresión de su mirada intuí que no había esperanza alguna; que el veredicto sería inapelable...
      Aprovechando la pausa, pedí permiso para ir al servicio. Ante mi sorpresa, me llevaron esposado como un vulgar delincuente. Cuántas veces había visto por televisión a los presos con la mirada perdida o tapándose la cara, y yo en esos momentos era uno de ellos... Antes de entrar, el guarda de seguridad comprobó que estuviesen bien apretadas las esposas. Después se quedó junto a la puerta esperando que saliese. Me bajé la cremallera y quise hacer pis, pero me di cuenta de que estaba bloqueado. La tensión acumulada durante el juicio retenía la orina en mi vejiga. Permanecí de pie como un autómata mirando las baldosas del aseo. Afuera podía escucharse el manojo de llaves del guarda mientras caminaba de lado a lado. De pronto noté que se paraba junto a la puerta.
        —¿Te queda mucho? —preguntó.
        —Ahora... Ahora salgo.
     Intentaba expulsar el líquido de mi cuerpo, pero seguí retenido. Mirando hacia el suelo con los grilletes apretando mis muñecas, tuve la sensación de hallarme preso en la cárcel. La estrechez claustrofóbica de aquel pequeño reducto comenzó a ahogarme.Noté que me faltaba el aire...
       —Venga —dijo en tono áspero—. Tienes que volver de nuevo a la sala. En breve va a regresar el jurado.
        —Espera un momento, por favor —le rogué—. No me encuentro bien...
        —Te doy cinco minutos —contestó—. Ni uno más.
      De repente sentí una convulsión en el estómago. Me puse de rodillas frente a la taza del wáter y comencé a vomitar. Eché todo lo que tenía dentro, hasta la bilis. Apoyé mi cabeza sobre la tapa del inodoro, completamente hundido... Afuera me esperaba la justicia a punto de dictar sentencia; pero yo no me sentía con fuerzas ni valor para afrontar mi destino... Con tal de no volver a la sala del juicio, me habría introducido por el wáter yendo a parar a las cloacas más inmundas... Arrodillado en el suelo con los ojos cerrados, me invadieron de golpe varias imágenes de recuerdos con Diana: El día en que nos conocimos...... La vez que nos citamos solos aquella primavera de mayo...... Fuimos a pasear por el Parque del Capricho...... Nos tumbamos sobre la hierba junto al estanque de los cisnes para contemplar el atardecer...... Me dijo que esa noche había soñado conmigo...... Le pregunté por el sueño...... Bajó la cabeza ruborizada sin poder hablar. «No sé qué habrás soñado», le dije susurrando, «pero  me hubiera gustado quedarme allí dentro para siempre...» «¿Dónde?», preguntó sonriendo con gesto de curiosidad. Entonces saqué una hoja de mi libreta, y le escribí estos versos: «En el brillo de tu sonrisa, donde moran las hadas. En el lago de tus ojos, donde nadan sirenas con piel de terciopelo. Acurrucado entre las hebras de tus suaves cabellos. Atrapado en el abismo de tus sueños más tibios y secretos...» «Es precioso», dijo emocionada...... Luego apoyó su cabeza sobre mi hombro y permanecimos callados hasta que el sol desapareció por el horizonte......
        —¡Vamos! —gritó de repente el guarda dando golpes—. ¡Abre ya si no quieres que eche la puerta abajo!
         Aturdido, me levanté del suelo como pude y salí de allí con el rostro desencajado.
        —Estás lívido —dijo mirándome con gesto de sorpresa—. Anda, lávate la cara y vamos adentro.
     Transcurrido el tiempo para la deliberación de la sentencia, los magistrados volvieron a la sala del juicio. Una expectación morbosa exhalaba por todas partes. Entonces el juez ordenó silencio golpeando con el martillo y después dijo que me levantara. Lo hice lentamente, con torpeza. Noté que me temblaban las piernas. Alcé la vista: sobre la mesa del tribunal estaba escrito mi destino, dispuesto para ser leído en alto. En esos instantes sentí un mareo vertiginoso... Me parecía tener la cabeza hueca, inerte sobre la sala... Un pitido insufrible comenzó a zumbar dentro de mis oídos... El juez cogió la hoja. Tras decir mi nombre, leyó con voz solemne el veredicto: fui condenado a 17 años por la violación de Diana Manrique Ruiz. Un rumor de asombro invadió la sala. Miré a mi abogado, que sacó un pañuelo para secarse el sudor de la frente. Con gesto de perplejidad, se acercó afligido hasta mí. Entonces pronunció unas palabras que no puedo recordar. Todo empezó a darme vueltas y caí desplomado al suelo.







11

Ahora escribo este relato desde la cárcel. Llevo un lustro metido aquí dentro y todavía me queda más de la mitad de mi condena. Puede que gracias a mi buen comportamiento se reduzca el tiempo de estancia en prisión; pero cuando la sociedad te ha convertido en un juguete roto, ya nada volverá a ser igual durante el resto de tus días. Algo se ha partido en dos dentro de mi alma y eso la justicia jamás podrá repararlo. No hay ley que pueda resarcir el sufrimiento y la falta de libertad de un ser humano condenado por un castigo arbitrario.
Aunque hubiese jurado arrancarme los dedos de la mano si me ocurriera algo así, he decidido no hacerlo para contaros esta historia; una historia que podía haberos sucedido a cualquiera de vosotros, pues la línea que separa el filo de la desgracia es muy estrecha y el día menos pensado el destino nos empuja sin piedad a atravesarla. Sí, no me cabe la menor duda. Todos llevamos encima de nosotros una espada de Damocles que pende de un hilo invisible... Nada en el mundo es seguro ni inmutable. El detalle más inesperado, por ínfimo que nos parezca, puede ser capaz de cambiar el curso de nuestras vidas de forma devastadora. Aquí entre rejas al menos no sucede eso. Todo transcurre con una monotonía mecánica e inalterable. El tiempo se dilata y adquiere otra dimensión. Puedes permanecer observando una araña en la esquina durante horas sin inmutarte... Los días son calcos de sí mismos: líneas de rayas marcadas en la pared que llegan hasta el infinito. Pensar en la fecha que volverás a atravesar estos muros para salir a la calle, es como mirar al cielo y calcular lo que tardaríamos en llegar a una estrella lejana que posiblemente ya ni exista... Si algo he aprendido aquí dentro, es que no merece la pena luchar contra el destino. Antes o después toparemos con él a pesar de que elijamos otros caminos para intentar evitarlo. Siempre nos esperará impasible al final del horizonte, seguro de su triunfo sobre nuestra existencia. Lo más sensato es tomárselo con filosofía y dejar caer una a una las hojas del calendario, como un otoño eterno que algún día dará paso a la primavera; aunque llegado ese momento quizás sea demasiado tarde para empezar una nueva vida. Mis huesos ya estarán desgastados y nadie, absolutamente nadie, me esperará allí afuera.
A veces pienso que vale más la seguridad de mi condena, que la incertidumbre de la libertad futura. Al fin y al cabo, aquí puedo recrear mi propio mundo sin que nadie me moleste, viendo las cosas desde una perspectiva diferente. Lo bueno de la prisión es que tienes todo el tiempo para pensar y al final tus propios pensamientos transcienden por encima de lo que sucede más allá de los barrotes. Cuando dejas de formar parte del engranaje social, comprendes muchas cosas que de otra forma sería imposible llegar a entender y empiezas a observar a la humanidad como algo ajeno a tu propia realidad; como un episodio que resulta inútil e insignificante para el devenir del universo. Empiezas a ser consciente de que antes o después la Tierra acabará engullida por el Sol sin dejar ni rastro de ella y que todo el egocentrismo humano quedará reducido a la nada más absoluta. Cientos de millones de galaxias seguirán después su curso bajo la frialdad del espacio, indiferentes ante la desaparición de ese pequeño ser vivo denominado por si mismo como homo sapiens.







12

Os preguntaréis qué se puede sentir por alguien que ha sido capaz de arruinarte la vida. Aunque os parezca sorprendente, no le tengo rencor a Diana. La persona que maquinó toda aquella felonía no es la misma que yo conocí. Algo trastocó su cerebro dando un viraje radical a su mente; algo que ni siquiera estaba a su alcance poder controlar... Respecto al dolor por el daño que me hizo, no era tanto saber que alguien que te ha querido  pueda llegar a odiarte. Me dolía más pensar en los buenos momentos vividos años atrás, que en la crueldad de su resentimiento enfermizo. Me afligía más recordar que en el pasado había sido una persona de buen corazón; una persona a la que quise con toda mi alma.
A pesar de los años transcurridos, no puedo evitar que a menudo se me repita la pesadilla del Circo de las Máscaras. Sin duda aquel sueño escabroso era una metáfora surrealista de mi propia vida...
Debo confesar que en la penitenciaría han tenido un trato de favor conmigo. Desde el principio me dejaron compartir este reducto de tres metros cuadrados con mi gato Aris. No sé por qué, pero algo me dice que el inspector Herranz anda detrás de todo esto... Bien pensado, aquí no estoy tan mal como podría parecer. Tengo mi celda individual y montones de hojas en blanco para escribir durante lustros. He podido finalizar mi cuarta novela, y ya tengo en mente varios esbozos de la quinta.
De vez en cuando me llegan algunas noticias desde afuera. Alberto me dijo que Diana se casó con Eduardo. Tienen dos hijos y está embarazada de un tercero, pero vive totalmente sumida en la desgracia. Eduardo la maltrata sin piedad desde que se casaron.
Esther me dejó a los dos años de ingresar en la cárcel; no pudo soportar la presión y tampoco se lo reprocho. Es frustrante compartir la vida con alguien que vive entre rejas.
No supe nada de Juancar durante mucho tiempo, hasta que cierto día recibí una carta suya en el correo del presidio. Era una especie de confesión tardía; de remordimientos acumulados que dejaba brotar a cada frase. La letra saltaba nerviosa y deslavazada entre los renglones, con innumerables tachaduras que reflejaban su estado de ánimo, alterado por un fuerte sentimiento de culpabilidad. Decía que le contó a Diana lo de mi relación con Esther, aconsejándole que se alejara de mí para siempre; aunque lo único que consiguió fue alimentar su despecho. Me describió la forma en que Diana había preparado todo aquella tarde que fui a devolverle sus álbumes de fotos: cómo guardó el preservativo en el congelador a la espera de recrear una escena ficticia, y cómo luego escribió en el diario que yo la forcé a mantener relaciones sexuales bajo amenaza de muerte. Juancar me confesó que lo supo desde el principio, pero que no tuvo el valor de decírmelo... Una y otra vez me pedía perdón arrepentido y avergonzado. Decía que con su silencio se sentía responsable de mi encierro. Sabía que su declaración como testigo me habría exculpado del caso. Cada día que pasaba era una tortura para él, pensando que yo estaba preso en la cárcel siendo inocente. Al final me pidió que utilizase su carta como prueba para obtener la libertad. Por último, en la posdata, concluyó diciendo que dentro de poco se iba a ir lejos. Sonaba a una extraña despedida... Es probable que aquella carta fuera una prueba que me conmutase la condena; pero para anular la sentencia y volver a iniciar otro juicio, habría necesitado un buen abogado que no me podía pagar. Si algo tenía claro, es que la justicia estaba supeditada al dinero. Nunca he podido entender eso de la libertad bajo fianza: estafar cien millones y, una vez detenido, entregar el diez por ciento de lo robado a las autoridades para salir a la calle. De esa forma la propia justicia es cómplice del delito; y el dinero entregado, es la venda que la deja ciega y la corrompe.
A la semana siguiente de recibir la carta, encontraron a Juancar ahorcado en su habitación. Había anudado una sábana a la lámpara del techo para quitarse la vida. Sobre la mesa del escritorio, dejó esta breve nota: «Las gaviotas nunca se detienen. Detenerse para ellas en medio del vuelo es un deshonor. Pero yo me he cortado mis propias alas.»
No sentí pena en absoluto por él. En vida se comportó como un cobarde, y esa misma cobardía escribió su destino. Todos me aconsejaban que entregase la carta al director de la prisión, pero ya no tenía fuerzas para continuar prolongando un proceso jurídico. En el mejor de los casos, aun siendo declarado inocente, no tenía agallas para volver a salir a la calle y luchar en esa jungla social. Sin duda fuera de la cárcel está el verdadero presidio donde la gente se pelea a dentelladas. Al menos aquí dentro hay unos principios sagrados que nadie se atreve a transgredir. En la sociedad no existe eso. Ahí afuera todo es hipocresía y vileza. Pero no se puede encerrar a toda la sociedad; es más práctico aislar algunas piezas defectuosas producto de su misma fábrica. Es más cómodo sacrificar unas cuantas cabezas de turco, a menudo mucho más inocentes que todo el corrompido aparato judicial que las condena... Y yo me pregunto: ¿se podrá juzgar algún día la conciencia de la humanidad? Podemos dictar sentencia contra un solo hombre por sus actos; pero no existe ninguna ley escrita para condenar a toda una especie, aunque sea capaz de exterminar la vida en su propio planeta. Y entretanto, el ser humano continúa representando su anodino papel, cada cual oculto tras su máscara en el circo de las apariencias.
Mientras escribo esto, Aris, ya algo más viejo, permanece acurrucado en mi regazo ajeno a cualquier juicio humano, mirándome con los ojos entornados a la vez que ronronea. Sí, Aris, mi gato, mi compañero inseparable, mi fiel amigo; el único ser vivo que nunca me ha fallado. Al menos sé que él jamás pondrá en duda mi presunción de inocencia.




FIN


Oscar Nóbregas, Madrid 2011.








Dedicado a Rubin Carter “Hurricane”, que estuvo preso en la cárcel durante 22 años por un asesinato que nunca cometió.









Oscar Nóbregas / Feria del Libro, Madrid.










 
 
 
 




LA LEYENDA DE LA CALZADA ROMANA


I


.......Os aconsejo que en las noches claras de luna llena, no os aventuréis jamás a caminar por la Calzada Romana, que sube desde las Dehesas hasta el puerto de la Fuenfría. Dicen que el fantasma de un alma en pena deambula entre las losas con sed de venganza…


.......En tiempos del Imperio Romano, durante la construcción de la calzada que cruza la sierra de Guadarrama, miles de esclavos celtíberos trabajaban extenuados para engrandecer con su sudor el poderío del César. Largas jornadas de trabajos forzados agotaban a los cautivos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas.
.......Un valiente guerrero celtíbero llamado Bagarok cayó en manos de las tropas romanas durante el asedio a los bosques, donde una minoría resistía heroicamente al invasor. Bagarok era temido entre los romanos. Éstos le odiaban por las muchas bajas que había causado a sus legiones, dirigiendo toda suerte de emboscadas y escaramuzas.
.......Tras capturar al guerrero rebelde, una sola palabra quedó grabada a fuego en la espada de Bruto, el decurión romano. Esa palabra no era otra que escarmiento.



II

.......Con las heridas aún sin cicatrizar, Bagarok pasó a formar parte de la cadena que arrastraba penosamente los bloques de piedra hasta las laderas de la montaña, para construir la gran Calzada Romana que atravesaba el centro de la Península Ibérica. Los esclavos celtíberos eran obligados a trabajar sin descanso, apenas alimentados durante toda la jornada por un puñado de frutos secos, miel y leche agria. Sin duda, aquella era una exigua ración de comida para un hombre que todavía se hallaba convaleciente.
.......Bagarok había vendido cara su derrota. Hasta el último instante se defendió espada en mano, luchando contra un sinfín de soldados que lo acorralaron entre los peñascos de la cima más alta. A pesar de su destreza, le fue imposible hacer frente a tal número de hombres, que al caer la tarde lo apresaron sin posibilidad alguna de resistencia. Cuando Bagarok descendía encadenado por la ladera de la montaña en dirección al campamento romano, todo su cuerpo brillaba cubierto de sangre.
.......Una calurosa mañana en plenos trabajos forzados, las piernas de Bagarok comenzaron a flaquear hasta hacerle caer de bruces en el suelo. A fuerza de latigazos pudo levantarse; pero al momento volvió a dar con sus huesos en la tierra… Una vez más se levantaba, y de nuevo se caía… El látigo laceraba sin piedad la espalda magullada del celtíbero una y otra vez; una vez más… y otra… y otra… y otra…
.......Bagarok cayó desplomado sin conocimiento.



III


.......Esa misma noche en plena luna llena, Bruto, el decurión sanguinario, ordenó una muerte perversa para el valiente guerrero: entre cuatro soldados cogieron a Bagarok y le ataron los pies con una soga amarrada a un bloque de piedra colocado en el puente de la Calzada Romana… Poco a poco, entre risotadas y burlas crueles, fueron añadiendo bloque tras bloque alrededor de su cuerpo iluminado por las antorchas. De esa cruel manera, Bagarok quedó inmovilizado hasta el pecho.
.......Bajo la luz de la luna, completamente ebrios, los legionarios regaban la cara del prisionero con vino que vertían de sus odres. Bagarok se agarraba a las piernas de los soldados, en un intento desesperado por defenderse de aquella humillación; pero todo esfuerzo fue en vano… Tan sólo era capaz de clavar las uñas en los tobillos de sus torturadores, que le pisaban las manos y le daban patadas en los costados.
.......Aquella terrible noche, la luna brillaba en lo más alto del firmamento, recortando las sombras escarpadas de los picos en el horizonte. A medida que ingerían más vino, su crueldad aumentaba de manera despiadada: le escupían, le lanzaban piedras y le fustigaban con ramas de acebo… Sus enemigos danzaban alrededor de su prisión alzando las antorchas, jactándose de haber capturado al más valiente y montaraz de los guerreros celtíberos.
.......Cuando la luna se ocultó por fin tras las montañas, un soldado desenvainó su daga, marcando en su frente las iniciales del Imperio Romano: S.P.Q.R.
.......Parecía imposible que pudiera haber mayor tormento para Bagarok; pero lo hubo… Al final de la noche, entre risas histriónicas y gritos de terror, los sicarios de Bruto cubrieron por completo el cuerpo del guerrero con bloques de piedra. Tras despuntar el alba expiró por fin, en la prisión más horrible que jamás haya podido padecer un ser inocente, cuyo único delito era luchar por la libertad de su pueblo… Bagarok había sido inmolado en nombre del Imperio Romano.
.......Con las primeras lluvias del otoño, un árbol comenzó a brotar sobre el puente de la Calzada, justo entre las grietas donde fue sepultado el cuerpo del celtíbero.


IV





.......Pasaron muchos siglos sin que se volviese a saber nada de dicha historia, hasta que en la Edad Media comenzaron a extenderse los rumores de que los caminantes que intentaban cruzar la montaña por la Calzada en las noches claras de luna llena, desaparecían sin dejar rastro alguno… A menudo se hallaron cuerpos sin vida, todos ellos con la misma peculiaridad: alrededor de los tobillos tenían magulladuras de uñas clavadas con saña por una criatura de la noche, que al acecho desde las grietas de la Calzada se agarraba a su víctima hasta derribarla, para luego estrangularla sin piedad.
.......Hay quien pernoctando en los alrededores del puente romano, ha escuchado susurros fantasmagóricos que salían entre las ramas de aquel enorme pino incrustado sobre las losas… Los ancianos del lugar aseguran que ese árbol tiene agarradas sus raíces en los brazos de un antiguo guerrero celtíbero.
.......Dice la leyenda que durante las tormentas nocturnas se forman riadas de sangre sobre las losas de la Calzada… Pero de lo que no cabe la menor duda, es de que todo aquel incauto que cruza el puente de la Calzada en noches de luna llena, desaparece sepultado bajo la tierra… Por eso, jamás se te ocurra merodear en luna creciente por el bosque de las Dehesas, si no quieres verte inmerso en un viaje sin retorno a las profundidades de la Calzada Romana……



FIN


Oscar Nóbregas, Madrid 2008












Oscar Nóbregas



















 


LA HABITACIÓN DEL ESPEJO


1

        Llevaba años sin entrar allí.
        El mero hecho de pensar que alguna vez tendría que atravesar el umbral de esa puerta le producía escalofríos... La última ocasión que tuvo el valor de hacerlo fue con la máscara ocultando su verdadero rostro; pero Rael sabía que antes o después debería enfrentarse al espejo.
        Siempre mantuvo la habitación sellada con un par de cerrojos, y cada noche revisaba las llaves en el cajón de la mesilla para asegurarse de que no faltaba ninguna.
        Los niños muchas veces habían querido entrar en aquella estancia, aunque él se negaba en rotundo a dejarlos ni tan siquiera vislumbrar lo que se ocultaba en ella... Rael sospechaba que el paso del tiempo habría vuelto aquel lugar cada vez más tenebroso. Imaginaba el espejo rodeado de candelabros, con mugrientas telarañas que se cruzaban de lado a lado. Sobre la cómoda, una vieja Biblia polvorienta con las tapas raídas era testigo mudo de las noches silenciosas. Durante lustros permaneció abierta en el Antiguo Testamento, por el capítulo donde Abraham ofrece su propio hijo a Yahvé como sacrificio.
        En realidad era lo único que existía allí dentro, pues la habitación quedó desalojada muchos años antes tras la muerte del abuelo paterno, día en el que el difunto estuvo de cuerpo presente durante toda aquella lúgubre velada. Ahora la alcoba se mostraba fría y húmeda bajo la oscuridad...




 

2

        Como cada mañana, Rael cogió el sombrero de la percha y se puso el rostro. Nada más salir a la calle comenzaba una peculiar danza de saludos y buenas maneras. Su reputación en el barrio era intachable. Los domingos acudía a la parroquia para asistir a misa como el más cumplidor de los beatos. Durante el oficio religioso, a menudo se ofrecía voluntario para leer algún fragmento de las epístolas, destacando sobre los demás en la oratoria por su brillante elocuencia. El vecindario le consideraba una persona afable y simpática a raudales. Se decía de él que era el marido y el padre perfecto, digno de la mejor familia. Siempre que salía de paseo por el bulevar de la avenida, Rael alzaba el sombrero saludando con gentileza y donaire. No existía dama que a su paso tuviera que enfrentarse con una puerta cerrada; allí siempre oportuno estaba él, haciendo alarde de caballerosidad y palabras perfumadas.
        Pero la realidad era bien distinta. Cuando Rael volvía a casa, colgaba el rostro junto al sombrero y todos se echaban a temblar... Con la misma mano que abría la puerta a las damas, noche tras noche maltrataba a su esposa. También atemorizaba a sus hijos amenazándoles con dejarlos en la calle pidiendo limosna y durmiendo bajo un puente del río que cruzaba los arrabales. A veces Rael observaba de cerca a Anna, y si descubría una arruga nueva sobre su piel se lo recriminaba con todo el desprecio del mundo. No podía soportar el hecho de ver en su cuerpo los pliegues propios de la vejez... Tiempo atrás, Anna fue famosa en el lugar por su belleza. Desde la juventud, a su paso los hombres se giraban exclamando alguna galantería. Pero el transcurso de los años había ajado sus facciones. De aquella mujer lozana, sólo quedaban las fotos y el recuerdo. Muchas tardes plomizas Anna se ahogaba en su soledad, contemplando esas imágenes en las cuales se mostraba radiante. Acariciaba el papel y cerraba los ojos volando hacia el pasado, cuando su belleza provocaba la admiración de cualquier hombre... Ahora tan sólo era un estorbo para su marido. Rael se mostraba incapaz de mirar en el interior de su esposa y valorar las virtudes espirituales que ella irradiaba; virtudes que no se podían tocar, pero inigualables en otro tipo de belleza.
        Lo cierto es que Rael no soportaba la decadencia de su físico, pues en ella veía reflejada la amargura de un ser superfluo que jamás quiso alimentar su espíritu... Con el paso de los años, Rael comprendió que aquella vida de fachada se desmoronaba por momentos. Aun así, para él seguían siendo más importantes las relaciones con extraños, que las de sus propios familiares; por ello cultivaba su hipocresía con denuedo y perseverancia. Todas las mañanas, tras el desayuno, Rael ensayaba los gestos más corteses y las palabras más precisas para ganarse al público: «¡Buenos días, don Cosme! ¡Que tenga una jornada agradable!» «¡Saludos a su marido, doña Matilde! ¡Pase usted una buena tarde!» 
La sonrisa de Rael era mecánica, se diría que como accionada por un resorte. Tan sólo quien se fijase bien podía descubrir que estaba completamente hueca... Aquella sonrisa histriónica resultaba incapaz de encender el brillo en sus ojos, puesto que no salía del alma. Era un mero recurso; un reclamo para ganarse la simpatía de las gentes, y, ciertamente, lo conseguía. Don Rael saludaba efusivo a los vecinos, que jamás pudieron sospechar lo que sucedía en su casa de puertas para adentro. La auténtica realidad es que era un mentiroso compulsivo. Engañaba, intrigaba e incluso calumniaba, manipulando a su alrededor todo lo que fuera necesario con tal de acrecentar su reputación. Ése era su único tesoro: vivir inmerso en la mentira de su propia imagen para ocultar así su verdadera naturaleza, que era del todo mezquina y abyecta.




 
3

        Nada más entrar en el recibidor, Rael colgaba el sombrero junto al rostro. Entonces es cuando mostraba su verdadera cara, oculta hacia el resto del mundo, pero terrible para todos los que debían padecer aquel despotismo. A su mujer le gritaba con desprecio por la más mínima circunstancia. Si el guiso no estaba sazonado a su gusto, volcaba la olla esparciendo la comida por el suelo. Después le ordenaba recogerlo con el cazo, para servirlo en su plato y en el de los niños. Rael disfrutaba observando cómo a duras penas engullían cabizbajos bocado tras bocado. Aquello era una muestra de sumisión placentera, que le regocijaba en lo más profundo de su maldad... Las duchas de agua fría, los pellizcos retorcidos o la correa del cinturón eran algunos de los métodos que utilizaba para llevar a sus vástagos por el buen camino. «¡No papá, eso no!», suplicaban los niños, sobrecogidos cuando su padre les imponía algún tipo de escarmiento. «¡Así aprenderéis!», rugía iracundo con las venas del cuello hinchadas y el rostro congestionado. A menudo les encerraba durante horas en el desván, obligándoles a leer pasajes de la Biblia en donde Dios castigaba sin piedad a los hombres por haberles desobedecido. Solía decir a sus hijos que el castigo severo ante el pecado era la única forma de enderezar a cualquier hombre para guiarlo hacia la salvación... Rael siempre les ponía de ejemplo el pasaje de Abraham como muestra de lealtad y rectitud, al igual que su padre se lo puso a él y su abuelo a su padre. Aquella costumbre se había transferido en la familia generación tras generación. Según el Antiguo Testamento, la omnipotencia divina prevalecía ante cualquier causa de sufrimiento humano, por cruel e injusto que pareciese a los ojos del hombre.
        Cierta noche que Rael llegó a casa, los hijos, temerosos ante cualquier castigo arbitrario que pudiera imponerles, no salieron a recibirle. Sus zapatillas faltaban junto al sillón y la cena aún no estaba puesta sobre la mesa. Furioso, dio una patada en la puerta del dormitorio de los niños haciendo un agujero sobre la madera que permaneció allí durante toda su infancia. De esa forma, quiso recordarles siempre lo que pasó aquel día... Entre muchas otras mezquindades, Rael escondía el chocolate a sus hijos bajo llave, dándoles una mísera onza a cada uno por el día de su cumpleaños. Para entonces, el chocolate ya estaba rancio; pero ellos lo tragaban con desgana, evitando así la cólera de su padre, el cual los humillaba de forma constante para debilitarlos en su ánimo... Uno de sus juegos favoritos era hacerles rabiar con enredos sibilinos. Enfrentaba a sus hijos mediante calumnias entrecruzadas y se regodeaba viendo el efecto que los comentarios provocaban entre ellos. Pero el acto más repugnante del que fue capaz, sucedió cuando su tercer hijo murió ahogado en el río. Rael decidió enterrarlo en una tumba sin nombre por ahorrarse el dinero. Ni tan siquiera constaba una inscripción con letras de plomo sobre su pequeña lápida... Aun así, solía decirles a todos que no merecían un padre como él; un padre que se había ganado la mejor reputación posible en el barrio.
        Sin embargo, Anna conocía bien las inclinaciones disolutas de su marido. Muchas veces después de cenar, Rael salía sigilosamente de casa, con el sombrero calado y las solapas de la gabardina levantadas... Amparado en el manto de la noche, frecuentaba prostíbulos de los arrabales y alternaba por los lugares más sórdidos, donde solía apostar grandes sumas de dinero en partidas clandestinas de cartas. Cuando perdía en alguna apuesta temeraria, regresaba a casa borracho y maldiciendo a su familia.
        Rael jamás tuvo una muestra de afecto con sus hijos. Ninguno de ellos sabía lo que era recibir cariño paterno. De no ser por el amor de su madre, habrían crecido sumidos en la desolación. Él pensaba que toda su simpatía debía estar reservada a la gente de la calle, al vecino de enfrente, al sacerdote de la parroquia, al frutero del mercado, al dueño de la barbería, al quiosquero de los periódicos, al jardinero del parque, al concejal del ayuntamiento, al camarero de la taberna o incluso a los forasteros. Y Rael conseguía siempre sus propósitos. Nadie fue capaz de adivinar el submundo que se vivía entre las paredes de aquella casa...

 

 

4

        Año tras año, la belleza de Anna iba marchitándose bajo el desprecio de Rael. A la par que sus fotos, su felicidad se fue amarilleando de manera paulatina. Invadida por la tristeza, recordaba todas las humillaciones que padeció durante los embarazos. Rael no podía aceptar el hecho de que su piel, antaño tersa y suave como el terciopelo, se fuera cubriendo de estrías a medida que paría a sus hijos. Muchas tardes lluviosas Anna lloraba cuando le venían a la mente todas esas infidelidades, mientras los pequeños iban creciendo en su vientre. Rael le echaba en cara que ya no era tan atractiva y que se había descuidado con la crianza de los retoños. «¡Mira tus pechos!», le gritaba. «¡Están flácidos de tanto amamantar!»
        Cada noche, como de costumbre, Rael abandonaba el lecho conyugal para satisfacer con el cuerpo de otras mujeres su lascivia desenfrenada. Un embarazo tras otro, Anna tuvo que padecer aquella cruel vejación, mientras los hijos iban creciendo entre muestras de desprecio. Para él seguía siendo más importante un saludo efusivo a cualquier vecino, que una simple caricia hacia alguno de ellos... Rael tan sólo se alimentaba de lo superficial, ignorando que la verdadera felicidad tiene sus raíces en los sentimientos más profundos.




 
 
5

       Como todo campo que no es labrado, resulta imposible cosechar fruto alguno de la nada, y menos de un ser querido. Con el paso del tiempo, uno tras otro los hijos fueron abandonando la casa, hasta que sólo quedó el más pequeño de ellos. Oliver tuvo que cargar con toda la frustración de un padre que no sabía asumir con naturalidad su vejez ni la de su mujer. Necesitaba alguien sobre quien vomitar sus remordimientos y utilizó a Oliver como cabeza de turco. Muchas veces le humillaba haciéndole sentir culpable de haber nacido... Oliver a menudo padeció castigos desmedidos por parte de su padre. Rael llegó a encerrarle durante días enteros solo en el desván, con la Biblia como única compañía para que expiara mediante ella sus pecados... En numerosas ocasiones, el puente sobre el río en los arrabales pasó a ser su segundo hogar. Ni en lo más crudo del invierno, Rael tenía piedad de su último hijo. Copiosas nevadas acompañaron a Oliver bajo el puente, donde sólo se guarecía con una vieja manta roída. Anna solía darle un mendrugo de pan y un pedazo de queso a escondidas, para que al menos tuviera algo que echarse a la boca mientras durara el castigo.
        El embarazo de Oliver fue angustioso para Anna. Durante los nueve meses de gestación, Rael se mostró más cruel que nunca. Antes de nacer, Oliver ya sufrió la brutalidad de un padre despiadado... Rael volvía siempre borracho a casa en plena madrugada, incluso a veces despuntando el alba. Al llegar, insultaba a Anna y la despreciaba, jactándose de que había yacido durante toda la noche con mujeres más jóvenes que ella.
        En el transcurso de su infancia, Oliver vivió el infierno y la angustia del maltrato psicológico, unido al estupor de ver a un padre que se transformaba al salir de casa cada mañana, colocándose el rostro bajo el sombrero.




 
 
6

        Llegó un momento en el que la hipocresía de Rael rebasó los límites. Consciente de su culpabilidad y comido por el remordimiento, en vez de enmendar las malas acciones pidiendo perdón a sus hijos empezó a justificarse con los vecinos de la poca atención que éstos tenían hacia su persona. Al salir de casa, siempre que podía se lamentaba diciendo que todos le habían abandonado... Solía quejarse de que solamente los veía una vez al año en Nochebuena. Rael apretaba el sombrero contra su pecho y terminaba llorando sobre el hombro de algún vecino incauto. El verdugo asumía el papel de mártir, vertiendo la carga de sus pecados en las espaldas de los demás... Día tras día fue manipulando la verdad de manera sutil y maquiavélica, hasta poner en contra de sus hijos a todo el vecindario. Para lagente del barrio era imposible que Rael pudiese mentir y nadie se planteó en ningún momento dudar de su palabra. Todos, incluido el jardinero, el párroco, el barbero, el concejal, el frutero, don Cosme y doña Matilde, lamentaban que unos hijos tan ingratos hubieran desamparado a un padre bondadoso y ejemplar. La reputación de Rael brillaba lustrosa e impecable, a pesar de sus métodos fingidos. De esa forma sibilina continuó afilando las garras bajo su piel de cordero... Poco a poco sus difamaciones fueron calando en la opinión del vecindario y la gente comenzó a retirar el saludo a Anna. A su paso, cuchicheaban palabras de desprecio hacia ella y sus hijos: «¡Qué poca vergüenza! ¡No hay derecho lo que están haciendo con un hombre tan bueno!», murmuraba don Cosme mirándola de reojo. «¡Ay, Dios mío! ¡Qué injusta es la vida!», se lamentaba doña Matilde haciéndose cruces sobre la frente.
        Aquello era más de lo que un alma afligida podía soportar. Anna cayó sumida en una depresión que la hundió en los más profundos abismos de la melancolía. Pasaba las horas muertas en la cama, sumida en la tristeza y abandonada por completo. Ya ni siquiera sacaba las fotos de su juventud para contemplarlas. Aquellas imágenes del pasado fueron amohinándose en un cajón oscuro del armario... Una fría mañana de diciembre, Anna murió de pena. Nada más fallecer, varias lágrimas resbalaron por sus mejillas. Hasta el último hálito, la pobre mujer padeció el terrible sufrimiento que produce el desconsuelo... Con el alma partida, Oliver le dio un beso en la frente, colocó una rosa roja entre sus manos, recogió las fotos de su madre y abandonó para siempre aquel infierno. Antes de partir, dejó una nota en el forro del sombrero, que decía así:
        «El que es capaz de matar al amor, algún día pagará por ello.»


 

7
 
        Las luces de los árboles iluminaban varias calles de l centro de la ciudad. Los niños correteaban en el parque jugando con sus regalos, mientras lucían gorros encarnados con borlas blancas. Se podían escuchar alegres villancicos saliendo por las ventanas de todos los hogares. Las chimeneas humeantes delataban suculentos guisos que preparaban las madres, ayudadas siempre por los sabios consejos de la abuela... Todo era paz y sosiego. Parecía como si los duendes hubiesen esparcido un manto de bienestar sobre los tejados de las casas.
        Aquella Nochebuena Rael cenó solo. Los gritos de júbilo y las risas de los niños se colaban entre las rendijas del ventanal, haciendo su soledad insufrible. Se tapaba los oídos apretando los dientes, mientras maldecía la suerte que le había deparado el destino. Comido por la rabia, bajó las persianas procurando amortiguar los destellos de felicidad que provenían de afuera... Tampoco ningún vecino se acordó aquella noche de él. Todos estaban demasiado ocupados entre regalos y visitas familiares, como para acordarse del ciudadano más ejemplar que habitaba en el barrio.
        La cena permanecía servida junto con los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana, a la espera de ser utilizados por unos hijos que ya nunca regresarían a casa. Sentado en un extremo de la mesa observaba las sillas vacías, recordando uno por uno los rostros de esos hijos a los que había maltratado. Dos horas más tarde, la comida aún estaba sobre el mantel ribeteado en oro sin que Rael hubiera podido probar bocado.
        Era ya medianoche, cuando el carillón de pared comenzó a dar las campanadas. Entonces lloró desconsolado tapándose el rostro entre sus manos, mientras gritaba: «¡Por qué me habéis hecho esto, si siempre fui un buen padre!» De pronto, el cielo comenzó a encapotarse. Decenas de nubes negras se agolparon sobre un firmamento que durante toda la noche había permanecido estrellado. El sonido de los truenos se escuchaba retumbante en la lejanía. Infinidad de relámpagos alumbraban el horizonte, salpicando el cielo con fugaces destellos que cegaban la vista. Una tormenta amenazaba con descargar de forma inminente sobre la ciudad.

 



 8
 
        Rael permanecía sentado en la silla como un autómata, contemplando el guiso de cordero en la fuente de metal repujado. Miraba pensativo dejando la vista perdida, ajeno a la borrasca que se cernía sobre la urbe. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a resbalar por las ventanas, como preludio de la tempestad que se avecinaba.
        Sus ojos hundidos contemplaban incrédulos aquellos asientos vacíos... En pleno delirio, creyó ver los espectros de sus hijos flotando inertes sobre las sillas. Con los labios temblorosos, Rael les preguntó por qué le habían abandonado. Uno tras otro, fueron recordándole todas las crueldades que había cometido con ellos y con su madre. A medida que las palabras de los hijos desbordaban su conciencia, la lluvia, que en un principio caía tenue, empezó a arreciar con fuerza. Las gotas de agua se precipitaban en tromba, haciendo invisible la calle desde el interior. Apenas se podía vislumbrar la luz mortecina de las farolas en medio de la intemperie.
        Rael escuchaba todos los reproches, negando una y otra vez con la cabeza. De pronto, la imagen de un niño pequeño surgió frente él. Aquella criatura indefensa alzaba los brazos rogando consuelo desde el sepulcro. Tan sólo le pedía a su padre unas humildes letras de plomo sobre la lápida bajo la cual yacía... El resto de los hermanos reprendieron a Rael por tan mísera mezquindad. Le injuriaban ofendidos, mientras él se tapaba su rostro completamente humillado. Fuera de sí, empezó a jadear con la respiración cada vez más profunda y entrecortada... Ahogado en su propio aliento, farfulló presa de la histeria: 
«No, eso no es verdad, lo juro!» El niño salió gateando del sepulcro, hasta asirse con las manitas al pantalón de su padre... Le miraba desde el suelo con los ojos llorosos esperando una respuesta... Entonces varios truenos descomunales hicieron retumbar las paredes del salón... El cuerpo de Rael se agarrotó... Le era imposible articular los miembros... Las manos semirrígidas se aferraban con fuerza a la silla... Apretándose contra el respaldo, cierta sensación de vértigo le recorrió desde el pecho hasta el cuello... A partir de ese instante, una tremenda granizada comenzó a golpear el ventanal. Poco a poco las bolas de granizo fueron aumentaron de volumen alcanzando el tamaño de nueces heladas. Mientras aquellos perdigones de hielo hacían añicos varios cristales, los espectros proyectaban sobre la mente de Rael terribles escenas del pasado donde aparecía maltratando a su familia: gritos, insultos, amenazas, vejaciones... golpearon su conciencia con tanto ímpetu como lo hacía el granizo contra el ventanal.
        Descargas eléctricas caían sin cesar sobre los pararrayos, mientras Rael aguantaba el suplicio de contemplar las mezquindades que había cometido durante años. Llegó un momento en el cual no pudo soportar todo el peso de sus pecados... Haciendo un esfuerzo sublime, consiguió levantarse de la silla. Golpeando los puños contra la mesa, espetó iracundo: «¡¡Basta ya!! ¡¡Bastaaa!!» De repente, los cubiertos comenzaron a tintinear en una danza macabra... La vajilla vibraba tambaleándose ante sus ojos atónitos... Justo cuando los espectros desaparecieron, un tremendo haz de luz proveniente del exterior invadió el salón. Tras varios segundos en los que el silencio inundó la estancia, una brutal descarga se precipitó desde el cielo sobre el tejado. Rael perdió el equilibrio cayendo al suelo. Atemorizado, permaneció boca abajo protegiendo su cabeza entre los brazos...



 

 
9

        Cuando por fin amainó la tempestad, Rael se puso en pie con cautela. Aquel tremendo rayo había dejado sin luz toda la casa... Andando muy despacio. dirigió sus pasos vacilantes hacia el mirador. Asomándose al ventanal resquebrajado, comprobó que el resto del barrio también estaba a oscuras. Una extraña calma tensa podía percibirse en el ambiente... Rael caminó a tientas hasta la cocina, con la intención de buscar alguna vela que le permitiese iluminar el comedor. Tras encender una gruesa cerilla de las que utilizaba para el fogón, rebuscó entre los estantes durante un buen rato. Tijeras, coladores, abrelatas, morteros, sacacorchos... Toda clase de artilugios domésticos se le enredaban entre los dedos ante su desesperación. Después de una búsqueda infructuosa, recordó que en la habitación del espejo estaban aquellos viejos candelabros, que hasta la muerte de los abuelos siempre fueron utilizados en Nochebuena.
        Durante varios segundos se quedó dubitativo. Nadie había entrado en ese cuarto desde hacía lustros y atravesar el umbral de aquella puerta le daba pánico... Rael pensó que no sería prudente entrar allí desprovisto de su rostro. Salió a tientas de la cocina y fue palpando el pasillo en dirección al recibidor. Sin embargo, una fuerza invisible comenzó a arrastrarle hacia la alcoba. Era como si unos brazos musculosos accionaran sus movimientos, de los cuales ya no era dueño.
        Aquella fuerza incorpórea le dirigía empujándole en dirección opuesta a la entrada de la casa. Rael quiso oponer resistencia clavando las uñas en la pared y tensando las piernas contra el suelo; pero por más que intentaba aferrarse, todo su esfuerzo era en vano. Articulado como una marioneta, avanzó hasta su dormitorio y cogió las llaves que había en el cajón de la mesilla. Permaneció unos instantes sentado sobre la colcha, con la esperanza de que aquel extraño fenómeno cesara. Sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Con las manos temblorosas examinó el manojo de llaves, comprobando que el robín las cubría totalmente por la falta de uso. Rael respiró hondo varias veces lamentándose. Abrir los cerrojos que durante tantos años había sellado aquella lúgubre habitación se le antojaba como si fuera una especie de sacrilegio; pero sobre todo sentía pavor de entrar allí indefenso sin su máscara... De pronto, volvió a sentir la energía empujándole fuera de allí. Apretando los dientes, una vez más intentó rebelarse mientras se agarraba con todas sus fuerzas al somier de la cama... De nada le sirvió aquella endeble oposición. Una voz de ultratumba le llamaba desde el fondo de la alcoba arrastrando hacia adentro su voluntad
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10
 
        Maltrecho y a regañadientes, Rael se encaminó con cautela en dirección al cuarto maldito... Durante unos momentos aquella energía insondable pareció darle un respiro. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo se cruzó por su cabeza; pero en el fondo era consciente de que no iba a servir de nada... A pesar de no sentirse empujado, sabía que al más mínimo movimiento en dirección opuesta, la fuerza invisible volvería a acometerle de nuevo. Apoyando las manos en la balaustrada de madera que llevaba hasta el segundo piso, subió los escalones que conducían a la habitación del espejo... Una vez más, los truenos comenzaron a escucharse con una potencia descomunal, haciendo retumbar todos los tabiques... La madera desgastada crujía bajo sus botas negras con un sonido lastimero... En lo más íntimo de su ser, tuvo el pálpito de que cada peldaño le estaba acercando a su destino... Entonces le vino a la mente la imagen de su esposa. Justo a la entrada de la puerta, Rael se arrodilló avergonzado pidiendo mil veces perdón mientras sollozaba. Pero aquellas lágrimas no brotaban de su corazón, sino que eran fruto de su cobardía.
        Agarrado al último destello de esperanza, pensó que entrando a oscuras su imagen no se reflejaría en el espejo. Por fin se incorporó a duras penas, y encendiendo una de las cerillas que había guardado en el chaquetón iluminó la puerta. Con gesto irresoluto, introdujo una primera llave en la cerradura haciéndola girar. Sin embargo, el cerrojo de la segunda estaba muy oxidado y no había forma de abrirlo. La vieja llave chirriaba quejumbrosa como si la hubieran despertado de un profundo letargo. Tras varios movimientos bruscos, al fin liberó la puerta del pestillo... Con la respiración entrecortada, empujó aquel viejo portón de madera roída y pudo entrar en la alcoba.





 
11

        Una oscuridad absoluta reinaba tras el umbral de la puerta. Rael permaneció frente a la entrada, dibujando en su memoria las escenas que acontecieron el último día que estuvo allí dentro. Recordó el cadáver rígido del abuelo yaciendo sobre el vetusto catre de nogal. Por unos instantes, tuvo la sensación de que el cuerpo del difunto aún permanecía en el aposento... Pero tan sólo eran elucubraciones de su mente. La luz de un relámpago iluminó de forma momentánea el cuarto oscuro y pudo comprobar que todo era producto de su imaginación. A pesar de seguir teniendo un aspecto tenebroso, allí ya no estaba aquel obsoleto camastro.En el interior solamente permanecía el antiguo espejo rodeado de candelabros. Aquella cornucopia había ido pasando de generación en generación, perdiéndose su origen en la noche de los tiempos... Sobre la cómoda, también pudo observar la antigua Biblia de tapas raídas, la cual, sin duda, continuaría abierta por el capítulo donde Abraham ofrecía a su hijo en sacrificio; pasaje releído en infinidad de ocasiones por su abuelo, como ejemplo magnánimo de la voluntad divina.
         La intensidad de los relámpagos fue en crescendo, de tal manera que en breves intervalos la estancia quedaba iluminada. Haciendo acopio de valor, Rael por fin entró en la habitación. Introdujo primero un pie, manteniendo el otro bajo el umbral, mientras sus manos temblorosas se agarraban al marco de la puerta. Después hizo lo propio con el segundo pie, viéndose ya por completo dentro de la alcoba.
        Aunque todo permanecía en calma, sentía una presión que se desplomaba del techo contra su cuerpo. Quiso avanzar, pero se dio cuenta de que sus movimientos eran plúmbeos. Cada paso suponía un esfuerzo añadido... Por un momento se detuvo y observó todo de lado a lado. Cuando los relámpagos iluminaban la habitación, sus retinas captaban algunos detalles de aquel tétrico lugar: un sinfín de mugrientas telarañas se habían apoderado de los rincones... A lo largo de la traviesa que sujetaba las cortinas polvorientas, una hilera de pupilas refulgentes brillaba en la oscuridad... Colgados boca abajo, media docena de murciélagos expelían un hedor nauseabundo... Tras el retumbe de los truenos, revoloteaban por toda la habitación emitiendo siseos agudos... De pronto, la lluvia arreció una vez más mezclada con enormes bolas de granizo. El agua entraba por la vieja ventana que permanecía medio abierta, dando golpes bruscos debido a las ráfagas de viento.
        A pesar de aquel ambiente tan desapacible, empezó a sentirse más tranquilo. Aquella fuerza que en un principio le aplastaba desde el techo, se disipó. Ya podía desplazarse a tientas por el cuarto sin dificultad alguna. Rael suspiró hondo... Caminando con precaución decidió sentarse en el suelo, apoyando su espalda sobre la pared junto a la cómoda. Jamás hasta esa noche había sentido en sus carnes una soledad tan desgarradora. Ofuscado en la falacia de su propio engaño, no lograba comprender el hecho de haber sido abandonado por unos hijos a los cuales, según él, nunca les había faltado nada. Ahora se encontraba derrumbado en aquella húmeda y tétrica estancia ignorado por todos...
        Rael permaneció sentado durante varios minutos, con la vista fijada en los haces de luz producidos por los relámpagos, que de manera intermitente cegaban sus ojos aturdidos. Encima de la cómoda destacaba la vieja Biblia familiar, custodiada entre los dos candelabros dorados de seis brazos. De golpe le vinieron a la mente aquellas lecturas matinales de su abuelo, ensalzando los castigos de Dios para todo aquel que se saliera del recto camino. 
«¡Ojo por ojo, diente por diente!», exclamaba iracundo ante el asombro de sus nietos que le escuchaban perplejos... Entonces recordó que el libro sagrado solía quedarse abierto de manera intencionada por el pasaje en el cual Abraham entrega su hijo en sacrificio como muestra de lealtad a Dios. Tentado por la curiosidad, quiso comprobar si aquel capítulo del Antiguo Testamento permanecía aún inalterable sobre la cómoda. Lentamente se incorporó del suelo, y a tientas rebuscó en el chaquetón una de las cerillas que había guardado cuando estuvo en la cocina.
        La llama del fósforo humeante iluminó la habitación... Con el brazo extendido, fue girándose para ver con detalle todo alrededor. De pronto, se le heló la sangre. A su derecha había notado el movimiento de un bulto oscuro... Rael permaneció inmóvil durante unos instantes. Mirando de solayo, vio una silueta que le observaba desde la penumbra... Su mano temblaba mientras la cerilla se consumía junto a los dedos. Sopló con fueraza para no quemarse, y de nuevo un manto negro lo cubrió todo. Tan sólo las pupilas refulgentes de los murciélagos destacaban en la oscuridad... Colgados bajo la traviesa de las cortinas, presenciaban impasibles todo a su alrededor. Cuando el aire soplaba con más fuerza, el hedor nauseabundo resaltaba con mayor intensidad. Rael permanecía sin mover un solo músculo junto a la pared del armario, soportando esa fétida pestilencia que se infiltraba hasta sus pulmones.
        La pertinaz lluvia caía sin cesar encharcando el suelo junto a la ventana, mientras él aguardaba expectante a que la luz de algún relámpago iluminase al espectro. Comenzó a tiritar de frío, empapado por las gotas que salpicaban tras olas ráfagas de viento. Aquella espera se hacía eterna para Rael... De pronto varios truenos precedidos de rayos se desplomaron sobre la casa. Los murciélagos revolotearon histéricos golpeando contra su cara, atemorizados por el estruendo de la tormenta. Por fin un resplandor le hizo ver con claridad que alguien permanecía inmóvil bajo la penumbra. Sin duda aquel ente le vigilaba, rodeado de un mutismo que empezó a crisparle los nervios. Una vez más sacó otra cerilla del chaquetón y avanzó varios pasos. Estaba decidido a desenmascarar a quienquiera que fuese. Rasgó el fósforo, y la habitación volvió a iluminarse... A pesar de que extendió el brazo, se dio cuenta de que no tenía suficiente valor para mirar hacia adelante. Con la mano temblorosa, cogió un candelabro de la cómoda y encendió varias velas. Ahora todo a su alrededor relucía con nitidez. Rael alzó el candelabro y poco a poco fue subiendo la cabeza. En un arrebato de coraje, clavó su mirada sobre el rostro fantasmagórico... De pronto su corazón se aceleró. Sentía las pulsaciones rebotando contra el pecho a punto de estallar. Observó que los rasgos eran tremendamente repulsivos. Aquella faz angulosa parecía la efigie de una momia que durante siglos había reposado oculta bajo un sarcófago.
        Permaneció mirando al individuo, mientras sus dientes castañeteaban entre las mandíbulas. Intuía temeroso que los designios de aquel espectro eran oscuros y malévolos... Rael no sabía si huir de allí o abalanzarse sobre el fantasma en un acto de arrojo. Durante varios segundos estuvo sumido en esa incertidumbre, hasta que observó un detalle turbador que le llamó la atención: aquel sujeto vestía una ropa similar a la suya. También sostenía un candelabro idéntico, aunque a diferencia de él lo blandía con la mano izquierda... Como si estuviese hipnotizado por una extraña fuerza magnética, Rael comenzó a imitar los movimientos del espectro con total fidelidad. Aquella figura demoníaca le obligaba a repetir exactamente cada gesto y cada mueca sin errar ni un solo centímetro. Aturdido y confuso, al final se dio cuenta de que en realidad era el espectro quien le imitaba de forma precisa. Por un instante llegó a pensar que se estaba burlando, pero su expresión no reflejaba ningún gesto chancero, sino más bien todo lo contrario... Entonces algo en aquella mirada le resultó familiar: oculto tras los ojos percibió el vacío infinito de un ser que había adulterado el alma durante toda su existencia. Rael se echó a temblar... Sospechaba tembloroso a quién podía pertenecer aquella imagen repulsiva... Cientos de nubarrones oscuros flotaron amenazantes sobre su conciencia... De pronto un rayo tremendo descargó en el tejado de la casa. Los murciélagos revolotearon de nuevo alrededor de la habitación estremecidos por el impacto. Rael se tambaleó zarandeando el candelabro. Varios goterones de cera derretida cayeron sobre la manga de su chaqueta. «No... No puede ser...», masculló horrorizado al mirar de nuevo la imagen del espectro reflejada en la cornucopia. Dando un grito de terror comenzó a hacer aspavientos, mientras sus ojos desorbitados huían de esa visión. Al girar con brusquedad sobre sí mismo, las llamas del candelabro prendieron varias telarañas que colgaban del techo frente al espejo. El fuego rápidamente se extendio como la pólvora, devorando aquel amasijo de telas enmarañadas. Los murciélagos huyeron despavoridos por la ventana entre chillidos estridentes, mientras un humo espeso inundaba la habitación. Ciego y fuera de sí, Rael daba tumbos de lado a lado como una peonza descontrolada. Al disiparse la humareda, dejó el candelabro sobre la cómoda y volvió a quedarse de nuevo paralizado frente al espejo. Con la respiración entrecortada, observó una vez más aquel espectro maléfico... Un grito de dolor le desgarró la garganta. El reflejo de su verdadero rostro se le hacía insoportable. Sin duda era un rostro diabólico y maligno que rezumaba crueldad por cada uno de los poros. Rael tuvo que ocultar sus ojos crispados bajo las manos temblorosas... De pronto la lluvia arreció con más fuerza entre descargas brutales de rayos y truenos. Un sinfín de imágenes se atropellaron de golpe en su mente. En ellas entremezclaba todas las vejaciones con las que día tras día fue maltratando a su familia... Intentó gritar de nuevo, pero esta vez dio un alarido estéril. Sus ojos se clavaron en aquel semblante y observó frente al espejo su propia descomposición: de las comisuras de los labios empezó a manar un líquido purulento y hediondo...... Su lengua rasposa había adquirido un tono amoratado, alargándose hasta colgarle a la altura del pecho...... Sus ojos vidriosos desprendían de las córneas un humor amarillento que poco a poco le cegaba...... La lengua se balanceaba como un péndulo dislocado, profiriendo frases ininteligibles plagadas de exabruptos...... Una convulsión espontánea reventó los globos oculares que se deshicieron en una agüilla fétida resbalando viscosa por sus mejillas...... Las facciones se derretían dejando entrever los tendones de sus quijadas...... Uno tras otro, los dientes se fueron desprendiendo hasta caer rebotando contra el suelo...... La carne corrompida fue dando paso a una calavera desnuda mientras el pelo se deshilachaba cayendo por su espalda......
        Solamente un apéndice resistió inalterable ante la descomposición: aquella lengua rasposa colgaba entre las mandíbulas del cráneo. Esa lengua que tantas veces había difamado a sus seres queridos.




 

12
 
        Su cuerpo permaneció varias semanas postrado de pie, con las manos sobre la cómoda y el cráneo aplastado contra la Biblia en el pasaje de Abraham. Decenas de gusanos retorcidos entraban y salían por todos los orificios, devorando la carne en estado de putrefacción. Ninguno de los vecinos le echó en falta durante esos días. Era lógico pensar que aquel amable señor compartiera unas fechas tan señaladas en compañía de sus familiares.
        Nadie fue al entierro de Rael. Antes del sepelio, los hijos intentaron identificarle en la morgue, pero ninguno pudo reconocerlo. Aquel espectro comido por larvas que se arrastraban entre las cuencas vacías de los ojos, repugnaba totalmente a la vista. Su cuerpo expelía un olor fétido, capaz de penetrar hasta el tuétano del que lo respirase. El anillo de bodas resultó fundamental para dar un nombre al cadáver. En su interior se podía leer este grabado: «Con amor, siempre fiel Rael fue enterrado sin inscripción alguna en la tumba, junto al sepulcro en el cual yacía su tercer hijo. Tras vender aquel anillo de promesas incumplidas, los hermanos costearon el epígrafe que reflejaba el nombre del niño sobre su pequeña lápida. No hubo ceremonia religiosa, ni tan siquiera un responso por el alma del difunto. El enterrador se limitó a hacer su trabajo, echando paladas de tierra sobre la caja de pino con suma rapidez.
        Poco tiempo después los hermanos pusieron la casa en venta. El desalojo de los bienes se hizo bajo un silencio solemne, en una fría mañana de invierno. Todos los muebles y enseres, hasta los de más valor, fueron arrojados al vertedero. Ninguno quería seguir recordando aquel sórdido lugar por medio de objetos que habían permanecido allí durante lustros. Tan sólo salvaron un crucifijo que la madre guardaba en la mesilla desde el fallecimiento de su hijo.
        La casa quedó desnuda, con las paredes como testigos mudos de lo que cierta vez fue el hogar de una familia. Sin embargo, a todos les pasó desapercibida una prenda que colgaba arrugada sobre el perchero con una sonrisa esperpéntica: el rostro de Rael.




FIN



Oscar Nóbregas, Madrid 2007




 

Oscar Nóbregas






 









Oscar Nóbregas


La isla de los Muertos

1

 
..........Aquella mañana lluviosa me dirigí como un autómata hasta la agencia de viajes huyendo de mi propio destino. Después de encajar el desengaño más grande de toda mi vida, estaba dispuesto a lanzarme en cualquier dirección del mundo con tal de olvidarla... Calado hasta los huesos, me planté frente al mostrador. Las gotas de agua resbalaban por mis cabellos empapando la gabardina. En un arrebato de locura, hice el juramento de elegir el primer país que saliera, cogiendo un folleto al azar.
..........Tras cinco años de relación, Natascha me acababa de dejar por otro hombre. A veces las cosas más crueles suceden de la forma más trivial. Un frío mensaje en el contestador finalizó nuestra relación para siempre. Decía que no podía seguir ocultándolo por más tiempo. Volaba esa misma semana en dirección a Nueva York con él. Tardé varios minutos en reaccionar. Permanecí estático sentado en la silla frente al teléfono sin dar crédito a sus palabras. Con el auricular pegado al oído, pulsaba una y otra vez la tecla para poder escuchar el mensaje. Poco a poco el crepúsculo tras la ventana invadió de tristeza la estancia. Envuelto en la oscuridad, la voz de Natascha cada vez se hacía más hueca. Dejé el teléfono descolgado y me tumbé en el sofá hundido en la desolación. No podía asimilar lo que me estaba sucediendo. No podía creer que la persona que más había querido en toda mi vida me hubiera dejado de aquella forma tan humillante.
..........Herido en lo más profundo, me preguntaba en qué podía haber fallado... Natascha era lo mejor que tenía; mi principal razón para existir... Sí, ella era mi motor; lo que me daba fuerzas para continuar adelante. ¿Cómo iba a tener fe en las personas cuando lo más verdadero de mi existencia se había convertido en una mentira? Aquella noche la realidad se desplomó sobre mí con la misma contundencia que una losa de mármol. Una simple llamada había borrado de un plumazo todas mis ilusiones... Me sentía humillado en una parte de mi ser. Cuando un amor termina, algo se arrastra en tu interior agonizando sin llegar nunca a morir del todo.
..........Aplastado en el sofá, dejé que las horas pasaran como si el tiempo se hubiera detenido en mi vida. Daba vueltas a la cabeza sin poder evitar su imagen apareciendo frente a mí. Infinidad de vivencias junto a ella se agolparon en mi mente. Recordé el día que la conocí en aquel pub cercano a la plaza de Ópera. Natascha apenas llevaba una semana en Madrid. Acababa de llegar de Moscú para un curso de filología hispánica. Su belleza nórdica y su sensualidad me cautivaron por completo. El flechazo fue mutuo y todo surgió de manera natural hasta que decidimos irnos a vivir juntos. Compartimos varios años de ensueño disfrutando del momento. Sin duda aquella resultó ser una de las etapas más felices de mi vida... Es cierto que en los últimos meses se palpaba un distanciamiento que yo atribuía a la rutina de la convivencia; pero nunca imaginé ni por asomo que el motivo pudiera ser otro... Ahora me deja helado el hecho de pensar que Natascha vivió ocultándolo todo, sonriéndome y haciendo el amor como si no ocurriera nada entre nosotros, cuando la realidad es que su corazón ya se encontraba muy lejos de mí.
.........Pasé varias noches en vela dando vueltas sobre la cama añorando su cuerpo a mi lado... No hacía más que mortificarme pensando que era una piltrafa; que Natascha me había dejado porque yo no valía nada... Cuando una persona pierde la autoestima, ¿qué le queda ya? Estuve varios días tirado en el cuarto sin poder reaccionar... Pero me di cuenta de que esa actitud terminaría por consumirme. Se me hacía insoportable la idea de quedarme a vivir en casa rodeado de todos sus recuerdos, así que decidí irme cuanto antes donde el viento me llevara. No quería pasar todas las vacaciones ahogado en la tristeza, mientras ella disfrutaba de un romántico idilio viajando por cualquier lugar del mundo con su nueva pareja.

 


 
2
 

..........Encima de la mesa de información se amontonaban infinidad de folletos de los sitios más dispares. Cerré los ojos, estiré la mano y cogí uno al azar. La imagen de la foto mostraba una bella imagen de los canales de Venecia. Al principio sentí fastidio. Cinco años atrás estuvimos allí en uno de los momentos más dulces de nuestra relación... Pero después de jurarlo, no me iba a traicionar a mí mismo. Iría otra vez a Venecia, aunque tuviera que enfrentarme al fantasma de mis recuerdos con Natascha. Me lo tomaría como un retorno al pasado para enderezar mi camino desde ese punto. Buscaría el lado oscuro de la ciudad, enterrando de manera simbólica los momentos vividos allí.
..........Apreté el folleto hasta arrugarlo y me dirigí al mostrador dispuesto a comprar el billete de tren. Por la tarde preparé la mochila tan sólo con lo indispensable. Quería ir lo más ligero posible de equipaje, viajando con la mente abierta a todo lo que se cruzara en mi camino. Cogí algo de lectura para el trayecto y un bloc de notas donde apuntar cualquier cosa que se me ocurriera durante el viaje.





3

 Al día siguiente llegué a la Estación del Norte a primera hora de la mañana. Subí al vagón y me acomodé en un compartimiento vacío. Entre semana no solía haber demasiados viajeros, lo que hacía el trayecto más relajado y silencioso. Sin duda era lo ideal para mí, pues me sentía especialmente huraño debido a mi estado melancólico.
Estuve la mayor parte del recorrido imbuido en los paisajes y en mis escritos. De vez en cuando sacaba la libreta y apuntaba lo primero que me pasaba por la cabeza, mientras el tren avanzaba con parsimonia en dirección a Italia. Pensando de manera obsesiva en Natascha, escribía retazos de poesías desgarradas que luego rompía en mil pedazos. Multitud de sensaciones contrapuestas desbordaban mis sentimientos frente al papel. Rencor y nostalgia se entremezclaban en mi corazón, sin poder distinguir lo uno de lo otro.
Después de una breve escala en Milán, llegamos a Venecia en pocas horas. Aquella ciudad seguía teniendo algo especial. Parecía como si se hubiera detenido en siglos pasados... Al toparme de frente con el casco antiguo, los recuerdos se agolparon desbordando mis sentimientos. Tenía un montón de fotos con Natascha por los alrededores: el Puente de Rialto, la Plaza de San Marcos, las góndolas surcando el Gran Canal... En cada esquina de Venecia, la belleza del entorno provocaba que cualquier detalle me calara en lo más hondo... El simple hecho de ver a músicos callejeros tocando una pieza de Vivaldi, o contemplar a actores interpretando pantomimas disfrazados de arlequines, era algo que me emocionaba. Rodeado de toda esa magia, el recuerdo de Natascha planeaba sobre mi mente sin poder evitarlo. Sentado en una escalinata del Palacio Ducal, varias lágrimas recorrieron mi rostro. La cruda realidad era que ella estaba muy lejos de mi vida, rodeada por los brazos de otro hombre... En ese momento comprendí que recorrer las mismas calles de antaño, no haría sino estancarme en el pasado maniatando mi ánimo con la soga de la nostalgia. Me levanté de un brinco huyendo hacia la primera taberna que se cruzara en mi camino. Apoyando los codos sobre la barra sin levantar ni solo instante la cabeza, bebí de forma compulsiva hasta terminar dos botellas de Lambrusco. Al salir de la taberna me arrastré desolado por los callejones más míseros que pude encontrar. Entonces me di cuenta de que esa ciudad, como el amor, tenía su lado oscuro. Venecia no sólo era un lugar idílico de parejas recién enamoradas. También había esquinas mugrientas y malolientes, aguas estancadas, paredes mohosas, casas en ruinas, lúgubres residencias de ancianos... Venecia no sólo reflejaba romanticismo y belleza. También existían allí el dolor y la muerte como en cualquier otro lugar del mundo.
Caminando sin rumbo fijo por los rincones de los arrabales, todo me daba vueltas debido a los efectos del vino. Haciendo eses completamente borracho, mis pasos vacilantes tropezaban con los adoquines. De nada me había servido alejarme miles de kilómetros para intentar olvidarla. Sentía la angustia del desamor hundiéndome cada vez más en un pozo sin fondo... Apoyado sobre la vieja barandilla de un callejón sin salida, la imagen de Natascha besándose con aquel hombre invadió de súbito mi cabeza. Aquella escena aparecía ante mis ojos alucinados como si pudiera observarles a través de una bola de cristal. Luego la imaginé desnuda gimiendo de placer bajo su cuerpo y comenzaron a entrarme arcadas. Entonces vomité repetidas veces sobre aquel sucio canal.

  


4

 A la media hora desperté sobresaltado. Me había dormido allí tirado en el suelo como un mísero vagabundo. Todo daba vueltas a mi alrededor y tenía un regusto amargo en la boca. Avergonzado de mí mismo, salí del callejón mirando a los lados. Por fortuna aquel era un rincón solitario... Caminé desorientado durante varios minutos hasta llegar a una plaza. Allí me lavé la cara en una fuente y luego me mojé el pelo. Después entré en un bar y pedí un capuchino bien cargado para despejarme. Nada más salir, decidí pasear en dirección a la costa pensando en que me vendría bien la brisa del mar. Caminé con un talante más apacible hasta que llegué al puerto. Allí me encontré con un pescador de piel curtida que debía rondar los setenta años. Me puse junto a él observando cómo pescaba con su caña de bambú frente al muelle. Gracias a mis conocimientos de italiano, pudimos mantener una conversación fluida. Estuvimos hablando un buen rato sobre el oficio. El hombre decía que ya no se cogían tantas piezas como antaño. Cuando era joven siempre volvía a casa con la cesta repleta de pescado. Una hora después, el sol comenzaba a ocultarse por el horizonte. El mar se tornaba cada vez más plateado a medida que la luz rojiza se disipaba con los últimos rayos. Sentado allí junto al pescador, me fijé en la figura de un pequeño islote cercano a la costa. Una vieja torre desmoronada presidía el lugar, dándole un aspecto misterioso.
—¿Se puede visitar esa isla? —pregunté por curiosidad.
El hombre giró la cabeza mirándome con el ceño fruncido, como si hubiera blasfemado al preguntar por aquel sitio.
Ese lugar está maldito, muchacho —dijo en tono grave—. Allí nunca se acerca nadie; ni siquiera nosotros. No verás un solo pescador faenando alrededor de Poveglia. Le llaman la Isla de los Muertos... Sus aguas están infectadas de cadáveres que llevan siglos amontonados bajo el lodo. Nadie quiere acercarse a esas costas. Durante la Peste Negra cientos de barcas llevaban a Poveglia los moribundos para dejarlos allí abandonados. Muchos perecieron al intentar salir nadando de la isla. Dicen que algunos de esos espíritus vagan por los alrededores... Allí no vive nadie desde hace mucho tiempo. La torre que ves junto al edificio es de un manicomio que permaneció abierto algunos años. La gente que trabajaba en aquel lugar, tarde o temprano se volvía loca. El director del manicomio experimentaba con los dementes practicándoles horribles trepanaciones en el cráneo. Eso acabó haciéndole perder la cabeza también a él... Al final se suicidó tirándose desde la torre.
Era tremendo lo que me contó el pescador sobre Poveglia. Frente al lugar más idílico del mundo, el recuerdo del terror permanecía inalterable durante siglos en aquel sitio. Quizá miles de parejas se habían jurado amor eterno contemplando aquella isla rebosante de cadáveres momificados por el lodo... Me pareció una alegoría perfecta de las relaciones amorosas: en la superficie todo resulta idílico, pero debajo siempre hay un trasfondo incierto... Con aquel relato sobre Poveglia, el pescador consiguió aumentar mi intriga.
¿Hay alguna manera de llegar hasta allí? —le pregunté.
El viejo me  miró como si estuviera totalmente loco.
—Se puede ir en barca; pero no querrá llevarte nadie... a no ser que pagues una buena suma de dinero.
Recogió sus bártulos de pesca y nos dirigimos hacia la lonja. Allí habló con un tipo de barba cerrada y aspecto siniestro. Una profunda cicatriz cruzaba su frente como si fuera un estigma. El viejo se marchó y me quedé con aquel hombre para cerrar el trato. A pesar del dinero que le ofrecía, me preguntó varias veces si estaba seguro de querer pasar la noche en aquel lugar. Le dije que sí aparentando estar convencido; aunque por dentro sentía verdadero temor... Pero me reconforté pensando que no tenía nada que perder. Todo lo que pudiera lograr evadirme del recuerdo de Natascha me aliviaba el ánimo.
 Durante el trayecto en barca tan sólo cruzamos algunas palabras. Mientras él remaba haciendo soplar una rústica pipa de tabaco, yo iba tomando notas en la libreta de lo que me había sucedido aquella tarde. La quietud de las aguas era algo que imponía un tremendo respeto. Sólo Dios sabía lo que se ocultaba allí debajo... A medida que nos acercábamos a Poveglia, un nudo en la garganta me impedía tragar saliva. Pero ya no había marcha atrás... Aquel extraño hombre me dejó en el embarcadero con mi mochila. Quedamos al día siguiente por la mañana para recogerme en el mismo punto. Instantes después le vi alejarse impasible, mientras el crepúsculo se cernía sobre la ciudad.


5

 Apenas tuve tiempo de recorrer la isla con suficiente luz. A los pocos minutos, ya estaba casi a oscuras. Saqué la linterna del macuto y deambulé por la entrada del edificio. El manicomio se hallaba en un estado totalmente ruinoso. Enseguida pude percibir energías muy negativas bajo aquellos muros. Armándome de valor, penetré en el interior del recinto. Un extraño eco remarcaba el sonido de mis pisadas a lo largo del pasillo. El hecho de permanecer callado en alguna estancia, me ponía los pelos de punta... Era como si se pudiera cortar el aire. Sin duda tuvo que haber mucho sufrimiento entre esas paredes... Sobre la torre del manicomio, se escuchaba el suspiro tenebroso de un búho. Aquel susurro fantasmagórico resultaba escalofriante... Salí de allí acongojado y caminé unos pasos junto al edificio, enfocando con la linterna bajo la oscuridad. El más leve sonido alrededor me ponía en alerta. Mis latidos se disparaban tras el chasquido de cualquier rama... De pronto, el terror me invadió. Tropecé de lleno con una zanja repleta de esqueletos postrados en hilera. Salí corriendo de allí como alma que lleva el diablo. Me alejé lo más rápido que pude con la respiración ahogada, siguiendo a duras penas un sendero pedregoso. Avancé atemorizado durante varios minutos. Cualquier ruido inesperado entre los matorrales me hacía estremecer... Probablemente sólo eran alimañas sorprendidas de mi presencia, pero conseguían asustarme a cada paso que daba. Busqué alumbrando con la linterna un pequeño claro entre los árboles y preparé una fogata recogiendo varias ramas. Por suerte la noche estaba muy clara; tan sólo faltaba un día para que hubiese  luna llena... Encendí la hoguera y saqué algo de comer.
Tras la cena, ya mucho más tranquilo, me tumbé sobre la hierba arropándome con una manta por encima. No lograba conciliar el sueño, así que decidí quedarme boca arriba contemplando las estrellas y la luna. A medianoche pude escuchar en la letanía las campanadas de la basílica de San Marcos. A partir de entonces todo era silencio, tan sólo interrumpido por el ulular de las rapaces nocturnas. A punto de dormirme, noté sobre la hojarasca pasos lentos que se acercaban en la penumbra. Abrí los ojos y me encontré a un hombre vestido de gris con sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Iba embozado bajo una larga capa negra. En ningún momento se descubrió la cara. Se plantó frente a mí observándome de arriba abajo con los brazos cruzados... En ese instante mi corazón se encogió en un puño. Luego se sentó junto a las brasas y reavivó la hoguera mientras yo permanecía estático. No podía articular palabra. Estaba totalmente bloqueado esperando que sucediera algo... Poco a poco me tranquilicé al comprobar que su actitud era pacífica. Retiré la manta y me puse frente a él hipnotizado por su influjo. Aquella visión enigmática traspasaba cualquier explicación lógica. Era como si hubiese aparecido allí por medio de algún sortilegio, transportado desde tiempos lejanos hasta el presente... Junto a la luz de las llamas, aquel hombre comenzó a hablar del terror de la peste; de rostros desfigurados pidiendo clemencia; de cuerpos corrompidos por los bubones; de lamentos desgarradores surgiendo de las fosas; de cadáveres hacinados sobre inmensas piras de fuego... Su voz grave retumbaba en el suelo como si surgiera de las entrañas de la tierra... Hablaba un italiano antiguo que a veces me costaba entender. Su rostro compungido reflejaba el testimonio del holocausto presenciado siglos atrás. Mientras narraba aquellos sucesos, removía el suelo con un palo haciendo círculos en espiral sobre la arena. Al concluir su discurso, me ofreció algún extraño brebaje de un pequeño frasco. Era un licor agrio y rojizo semejante al vinagre. Tras beber un par de tragos, comenzó a invadirme un sopor muy profundo. En cierto momento que no recuerdo, me quedé dormido.
Lo que sucedió durante mi sueño es algo que me cuesta describir con palabras. Y digo lo que sucedió, porque fue tan real como si lo hubiera vivido: me veía a mí mismo tumbado junto a la hoguera...... De pronto el suelo cedió bajo mi cuerpo resquebrajándose...... Caí en una zanja profunda sintiendo  todos mis huesos doloridos por el golpe...... Quise incorporarme y salir de allí, pero el fango me impedía trepar...... Arañando las paredes con desesperación, resbalaba en el intento de alcanzar la tierra firme....... Entonces sucedió el horror...... Decenas de cadáveres desfigurados rodearon la zanja...... Uno tras otro se lanzaban aplastándome contra el barro...... Sentí sobre mí la angustia de esos seres moribundos apilándose en montones hasta cubrir por completo la fosa.......
No sé cuánto tiempo duró aquella terrible pesadilla, pero me dio la sensación de que se prolongó durante toda la noche, desde el mismo instante en que perdí la consciencia por los efectos del brebaje.



6

 Al amanecer desperté sobresaltado. Aturdido y  totalmente confuso, busqué al hombre por los alrededores. A pesar de mi empeño por encontrarle, no hallé rastro alguno de aquel individuo. Por unos momentos pensé si lo habría soñado también, pero vi los círculos dibujados en el suelo junto a los rescoldos de la fogata... Recogí mis cosas y caminé en dirección al muelle de la isla, esperando con impaciencia la vuelta del marinero. De regreso a Venecia le conté ansioso todo lo ocurrido. Me dijo que según la leyenda, un individuo de otro tiempo habita aquel lugar... Su nombre era Renato Salieri, un alguacil que permaneció al cargo de los traslados de moribundos a Poveglia durante la Peste Negra. Vivió el horror de cientos de seres humanos llevados hasta allí, como se lleva el ganado al matadero para ser sacrificado. Murió atormentado por la culpa de ser uno de los responsables de aquella espantosa masacre. Él mismo acabó siendo víctima de la peste al final de la epidemia. Nadie se atrevió a volver hasta Poveglia para enterrar su cuerpo. Dicen que el alguacil vaga eternamente por la isla...

  


7


Aquella misma tarde me instalé en una pensión de las afueras de la ciudad. Gracias al carnet que me acreditaba como investigador de documentos, pude acceder a los archivos de la biblioteca municipal. Durante esos días repasé a fondo la tragedia que se cebó de Venecia durante la Edad Media. En el siglo XV, la Peste Negra recorrió la ciudad arrasando todo a su paso. Aquella zona de humedades y aguas estancadas propició que la enfermedad se expandiera de manera implacable. La situación para las autoridades se hizo insostenible, ante la imposibilidad material de poder enterrar tantos cuerpos putrefactos. Los cadáveres comenzaban a apilarse en las calles a la espera de ser quemados; pero aquello suponía un alto riesgo de contagio para la gente sana. Entonces decidieron trasladar los muertos en barcas hasta Poveglia. A esas alturas de la terrible epidemia, una psicosis calenturienta invadió la población. Todo el que mostrase cualquier síntoma de enfermedad, aunque fuera un simple catarro, era denunciado a la guardia veneciana, que al poco tiempo se presentaba en su casa para llevarlo hasta la isla, condenándolo a una muerte segura. Fue tal la cantidad de moribundos acumulados en Poveglia, que al final eran arrojados a las fosas para quemarlos sin importarles que aún permanecieran con vida... Renato Salieri fue unos de los alguaciles encargados de esa macabra operación.
Una semana después, regresé a España absorbido por aquel horrible pasaje de la historia. Al abrir la puerta de casa y ver su foto en la entrada, fui consciente de que me había olvidado por completo de Natascha... Entonces supe que ya no formaba parte de mi vida. Saqué la foto del marco y la prendí fuego sobre el cenicero en una especie de ritual purificador para liberarme del pasado. Esa misma noche, tras deshacer el equipaje, repasé todas las notas que había ido plasmando durante mi periplo aventurero. Al llegar al final, me quedé petrificado. En la última hoja de la libreta, escrito con tinta de pluma y una letra abigarrada, podía leerse en italiano antiguo: “Buon viaggio, amico”. Firmaba Renato Salieri.


FIN

  

Oscar Nóbregas, Madrid 2013












Oscar Nóbregas


 

Otros relatos de Oscar Nóbregas:

Fotos de Oscar Nóbregas:
http://fotosdeoscarnobregas.blogspot.com/



Entrevista Oscar Nóbregas:

  

Programa Radio Oscar Nóbregas:
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OSCAR NÓBREGAS:





Oscar Nóbregas nació en Madrid.
Desde los años noventa se dedica plenamente al mundo de la literatura. Colabora en diversas revistas literarias, así como en programas radiofónicos dedicados a las letras, tareas que compagina con su afición por la fotografía artística.

Con su novela "Retazos de un Bastardo" -2006- ha conseguido un éxito sin precedentes en los círculos literarios vanguardistas, que le han aupado a una situación de privilegio en el mundo de las letras, por lo arriesgado e innovador de su proyecto. Retazos de un Bastardo es para muchos la obra literaria más original de los últimos años.

Oscar Nóbregas también ha escrito otras dos novelas:
"Efluvios Metafísicos" -2009- (un estudio sobre sexo, droga y rock and roll) y "El Beso de la Esfinge" -2012- (novela erótica ambientada en los años 90).
Tiene en proyecto un cuarto libro: "El Susurro del Cárabo", novela histórica basada en una leyenda rusa del siglo XIX.
En la actualidad se halla inmerso en un ciclo de relatos titulado "Bajo la Sombra del Yinkgo Biloba".













 
 
Oscar Nóbregas 
 

 

 

 

Entrevista con Oscar Nóbregas

 

Venturas y desventuras de un escritor madrileño...
 

 
Oscar Nóbregas es un ratón de biblioteca del siglo XXI. Aislado en su escritorio o buscando en los archivos de la Biblioteca Nacional, elucubra nuevas ideas y personajes para sus próximo libros.
Nos hemos tomado la licencia de apartarle de su trabajo durante un rato para que nos permita conocerle un poco mejor, a él y a su trabajo.
Oscar, ¿se puede vivir de escribir hoy en día?

Salvo algunos privilegiados, es muy difícil vivir de la literatura; aunque pienso que es mejor que sea así. La creación no debe estar sujeta a una nómina, porque escribir bajo presión a lo único que conduce es a coartar la espontaneidad. Un escritor no puede escribir una novela pensando que con el dinero que obtenga va a pagar las facturas.
 
Te voy a mencionar 3 conceptos; me gustaría que nos contaras en qué medida te afectan, para bien o para mal, en el desarrollo de tu profesión:
Editores

Los editores son un mal necesario para los escritores; un arma de doble filo que se puede volver contra ti. Lo más duro para un escritor es descubrir que los problemas no terminan cuando publica una novela, sino que pueden empezar justo en ese momento... Si tienes buena relación con tu editor, éste puede darte alas y hacer que tu obra crezca; pero si tienes la mala suerte de topar con un editor que no te apoya lo suficiente, puede convertirse en tu principal enemigo; la tumba de tu propia novela. Con un editor abúlico todos tus esfuerzos caen en saco roto. De nada sirve remar con todas tus fuerzas, si el que lleva el timón te deja encallado en la orilla.
 
 
Para muchos editores prevalece el número de ventas por encima de la originalidad o la calidad literaria, y ese punto de vista muchas veces aborta grandes proyectos más cercanos a la vanguardista que a  lo meramente estándar. A fin de cuentas, una editorial no es otra cosa que una empresa… Pero también hay editores arriesgados que aman la literatura por encima de las cifras, aunque por desgracia suelen ser muchos menos.
 
Lo triste para cualquier escritor es echar un vistazo tras los escaparates de las librerías y ver auténticas bazofias presentadas con jactancia como best sellers, cuando lo cierto es que el número de ventas rara vez va en concordancia con la calidad literaria.

Internet

Siempre miro con recelo los avances tecnológicos, pues pienso que muchas veces nos proporcionan "comodidades" que a la larga te acaban creando una dependencia innecesaria, que al final lo único que consigue es esclavizarnos. Pero como todo en la vida, depende del uso que le des a las cosas. En el caso de Internet, no se puede negar que es un instrumento que bien utilizado ofrece infinitas posibilidades al permitir comunicarte con el resto del mundo. Para mí es muy gratificante saber que gracias a los foros literarios de Internet, mi novela ha llegado a manos de lectores en toda Hispanoamérica e incluso al sur de los Estados Unidos. 
 
 
Uno de los peligros de Internet es el hecho de caer en la incomunicación de la comunicación y en la desinformación a base de sobreinformación. Por otro lado, me inquieta el hecho de que Internet ya no sea algo opcional que consultar de vez en cuando sentados frente a una pantalla; ahora llevamos Internet a cuestas en el bolsillo durante todo el día…  Pienso que la irrupción de los ordenadores y los teléfonos móviles en nuestra vida privada nos ha desbordado por completo, y no creo ni  por asomo que ahora seamos más felices ni que nos comuniquemos mejor que antes.
 
 
Todo este fenómeno social es un montaje lucrativo de las empresas tecnológicas, las cuales nos han puesto el “caramelito” de las grandes ventajas de estar comunicados las 24 horas del día como algo esencial en nuestras vidas… Han diseñado lo que quieren que necesitemos para que no podamos prescindir de ello en el futuro. Nos están  alienando y no hemos hecho nada por impedirlo. Nuestra sociedad, que es básicamente superflua y materialista, convierte los lujos en necesidades. Ahora si no tienes Guasap, eres poco menos que un proscrito y la gente te margina por no “estar al día”. Ya no importa la amistad en sí misma. Importa que estés conectado a la red constantemente por medio del teléfono móvil, aunque sólo sea para decir estupideces…
Lo que muchos no sospechan o no quieren ver, es que detrás de ese invento tecnológico vendrá otro que le sustituya. Ya están preparando desde un despacho de marketing publicitario lo que “vamos a necesitar” en el futuro… Así nos mantienen de por vida idiotizados con la zanahoria delante de nuestras narices, lucrándose a base de nuestra imperiosa necesidad de comunicarnos como especie social y gregaria que somos por naturaleza.
 
 
Por mi parte, no soy una persona que necesite estar constantemente comunicado, como el que tiene que estar asistido a un tubo conectado con una botella de suero para sobrevivir. Prefiero disfrutar de lo que tengo delante y charlar sin que nada me interrumpa, cosa que ya es muy difícil, pues todos los que están enganchados al móvil viven para él, siempre más pendientes de lo que está lejos que de lo que tienen enfrente.
A veces pienso que la gente debe de estar muy vacía por dentro cuando siente la necesidad obsesiva de comunicarse a cada instante por medio del Smartphone. Este artilugio se ha convertido en una prótesis inseparable de las personas. Es patético observar a todo el mundo imbuido en sus teléfonos como si buscaran ansiosamente la felicidad allí dentro.
Los parámetros que ha diseñado el móvil a principios de este siglo me parece un síntoma enfermizo de la sociedad actual. El móvil ha idiotizado a la gente, convirtiéndola en marionetas de un artilugio superfluo. Realmente me parece una esclavitud disfrazada de comodidad.
 
 
 Lo cierto es que la gente se sigue sintiendo igual de sola que antes. No ha mejorado la comunicación real, tan sólo la virtual. A pesar de Facebook, los amigos de verdad se siguen contando con los dedos de una mano.
Con los ordenadores hay que saber dónde termina la realidad y dónde comienza lo virtual. No podemos canalizar todas nuestras emociones a través de una pantalla. El riesgo de Internet es que si no lo usamos con inteligencia puede acabar cuadriculando nuestra mente.

Crisis

La crisis económica es algo que sin duda ha repercutido en todos los ámbitos, tanto a nivel nacional como internacional. En la literatura no iba a ser menos y las ventas han descendido desde hace un par de años. Pero al margen de la literatura, lo que me preocupa de todo este "pesimismo general" que estamos viviendo no es la crisis en sí misma, sino saber quién está interesado en tenernos pendientes de que suba o baje la Bolsa para desviar nuestra atención de los problemas reales de nuestra sociedad, y de esa manera tenernos hipnotizados. Nos marean con cifras y términos económicos que a la postre lo único que consiguen es desorientarnos y que perdamos toda referencia con la realidad. Los medios de comunicación se convierten en trileros que nos bombardean con noticias contradictorias las cuales terminan por anular cualquier criterio razonable.
 
 
 Antiguamente al pueblo llano se le tenía atemorizado con la religión y sus mensajes apocalípticos. En el siglo XXI los gobernantes nos meten miedo con la crisis, que al fin y al cabo no son más que números y estadísticas que basculan. Lo cierto es que nos subyugan creando un ambiente general de situación límite, cuando la realidad es que nunca hemos tenido más comodidades que ahora. Crisis fue la que vivieron nuestros abuelos en la posguerra comiendo mondas de patatas y pasando verdaderas necesidades. Ahora dicen que estamos en plena crisis, pero no conozco a nadie que haya renunciado a su teléfono móvil, ni a instalar su tdt para poder ver un montón de canales en la televisión.
 
 
Para mí la verdadera crisis es la medioambiental. Cuando empiecen a deshelarse los casquetes polares de manera irreversible, como de hecho ya está sucediendo, todas esas cifras económicas dejarán de tener sentido… Por desgracia el ser humano es así: capaz de lo mejor y de lo peor.


 
Oscar ha dirigido como locutor y guionista un programa de radio: El Bosque Encantado. Háblanos de tu experiencia en las ondas; ¿qué es lo que más te aporta para tu profesión de escritor?

Quizás el hecho de dar más relieve a tus escritos mediante una lectura oral de los textos, descubriendo que una misma frase puede ser leída con matices distintos.
La Radio te proporciona el tono y la intensidad de la que carece la lectura mental, pues a veces las palabras se quedan algo mudas si no las expresamos mediante los labios.
La Radio también te aporta ese punto de improvisación que a menudo libera a los textos de las páginas y los hace volar más libres.
 
Sabemos que te gusta la fotografía artística, ¿no has pensado utilizar en las portadas de tus libros alguna de tus fotografías?

Sí, de hecho las portadas de tercer y del cuarto libro llevarán fotos hechas por mí. No ha surgido antes porque no veía una imagen que pudiera encajar con el ambiente de la novela.
 
Háblanos de tu "Crónica Sobre la Historia del Rock"... ¿Cuál es tu grupo de rock favorito?

De esa crónica surgió la idea de mi segunda novela Efluvios Metafísicos, que de alguna manera es un homenaje a la música contemporánea en sus distintos estilos: Blues, Jazz, Rock, Pop, Folk, New Age, etc.
Desde siempre he estado rodeado de músicos, cantantes o de gente melómana apasionada con grandes colecciones de discos, por lo cual no me ha sido difícil imbuirme de lleno en dicho terreno.
En cuanto al Rock, lo he disfrutado de manera apasionada desde la adolescencia, y, aunque no tuve la suerte de experimentarlo en su época dorada por cuestiones de edad, sí que he vivido la inercia de ese movimiento unos años más tarde.
 

La lista de grupos de Rock que me han influido sería interminable... Básicamente corresponden a bandas formadas en las décadas de los 60 y los 70, que sin duda son los años más creativos la historia del Rock. Creo que los grupos que más me han marcado son Pink Floyd y Led Zeppelin. Cada cual en su estilo, me parecen las dos bandas más carismáticas que ha habido nunca. Pero no puedo dejar de nombrar a los Beatles, que supusieron una auténtica revolución. Incluso hoy en día, casi 50 años después, sus canciones no han perdido ni un ápice de frescura y vitalidad. El fenómeno beatle fue algo único e irrepetible que marcó a muchas generaciones.
 
Por desgracia, ya casi no surgen grupos y artistas con la personalidad de
Santana, Jethro Tull, The Kinks, Rolling Stones, The Who, The Doors, Grateful Dead, Don Mc Lean, Crosby, Stills, Nash& Young, Bob Dylan, Carole King, Donovan, Cat Stevens, Ten Years After, Cream, Allman Brothers, Creedence Clearwater Revival, Deep Purple, Black Sabbath, Jimi Hendrix, Frank Zappa, Fleetwood Mac, Lou Reed, David Bowie, T. Rex, Bob Marley, Queen, Genesis, King Crimson, Yes, Camel, Supertramp, Mike Oldfield, The Police, Dire Straits, U2...
 
Duendes es uno de esos escritos fantásticos que nos adentran en las peculiaridades de estos pequeños seres, concretamente, los que habitan en nuestra Sierra del Guadarrama. Quisiera saber ¿con qué duende te identificas más: campestre, montaraz o albino?

Supongo que tengo algo de cada uno. Quizá me identifico un poco más con los albinos, por aquello de que son una "rara avis" como yo...

 
Tras la “carrera de fondo” que supone escribir una novela, vemos que últimamente te has decantado por la “media distancia”. A la hora de crear narraciones más cortas, ¿utilizas otro método distinto al de la novela para desarrollar la trama o el enfoque es similar? Coméntanos algo sobre tus relatos.
 
A pesar del reto intelectual y el esfuerzo que supone enfrentarte a una composición extensa, al principio de mi carrera como escritor me dediqué de lleno a escribir novelas, quizás porque me parecía más atractivo el hecho de tener atrapado al lector durante varios días con el ambiente y los personajes creados, cosa que en el ámbito del relato resulta imposible por cuestiones de extensión. Un relato viene a ser un aperitivo comparado con el guiso caliente que es una novela de doscientas páginas. Sin embargo, después concluir mi tercera novela sentí la necesidad de experimentar con otro ritmo literario. Sin duda el relato me ofrecía un terreno idóneo para plasmar las situaciones de una forma más directa. En los relatos las descripciones se prestan a mostrarse de manera concisa, mientras que en la novela tienes que ir tejiendo poco a poco el perfil de los protagonistas. Son creaciones distintas en cuanto a extensión, pero el ámbito en el que se mueven es básicamente el mismo; de hecho muchas novelas surgen de historias cortas.
 
En todos mis relatos siento el impulso vital de traspasar las barreras de lo políticamente correcto. No me interesa la escritura placentera sin más. Siempre intento mostrar las cosas sin pelos en la lengua pegando donde más duele. Esto a menudo puede crearte problemas, pero en mis escritos me interesa más la polémica que la complacencia. Me gusta meter el dedo en la llaga yendo a contracorriente. Creo que en general todos mis relatos tienen una vuelta de tuerca y son críticos con esta sociedad hipócrita en la que vivimos.

 
Bueno, creo que va llegando el momento de centrarnos un poco en tu novela Retazos de un Bastardo... ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla? y ¿en qué te inspiraste?

Resulta difícil contabilizar en tiempo real, desde el momento en que surge el chispazo de una historia hasta el último capítulo. Las ideas son como peces que divagan por tu cabeza y que vas plasmando en tus escritos, unas antes o después sin saber por qué, pero no necesariamente de forma lineal. Por otro lado, desde que surge algo sólido hasta que germina, puede que transcurran varios meses, pues ni tú mismo sabes si esa idea va a fructificar. Luego viene la etapa de ordenar el rompecabezas para que todo ocupe su lugar exacto evitando que haya fisuras, y ése es otro proceso imposible de medir con un calendario, pues a veces recurres a apuntes que llevaban guardados en un cajón mucho tiempo.
 

Lo que sí te puedo asegurar, es que desde que terminé la novela hasta que se publicó pasaron varios años de llamar a puertas de editoriales y de enviarla a concursos. Por cierto, hoy en día estoy totalmente en contra de los concursos. Creo que no se debe escribir para competir con nadie.
Respecto a la inspiración de la novela, todo surge por una amalgama de sensaciones que van bullendo dentro de ti, condimentadas por mil influencias: una experiencia vivida, un pasaje de otra novela, la escena de una película, la letra de una canción, un suceso real que ves en las noticias, el artículo de un periódico, un pasaje de la historia... Todo ello forma un cóctel que agitas a la par con tu imaginación hasta que surge algo coherente y con una estructura definida.

 
En tu novela Retazos de un Bastardo, defines la felicidad como "un dulce estado de ánimo pasajero". ¿Crees que sin desdicha no hay dicha?

Desde luego, todo tiene su lado opuesto. Para que haya luz y saber lo que significa, es necesario conocer la oscuridad. El caso es que las personas más baqueteadas suelen valorar mejor las cosas buenas de la vida. No se puede mantener de forma perenne un estado de dicha absoluta o de éxtasis… La vida es un camino de contrastes. Como dice Luis Eduardo  Aute, vivir es un ejercicio de gozo y dolor.
 
Reconozco que en esta pregunta tengo un interés personal, ya que hablamos de uno de mis cuadros favoritos... ¿Como se te ocurrió usar la imagen de “Saturno devorando a su hijo” en la portada de tu libro, sobre todo teniendo en cuenta que el protagonista es un pintor surrealista?

En un momento dado de la novela en el cual el pintor se haya atravesando un estado anímico tortuoso, decide plasmar en la pared de su buhardilla este cuadro de las Pinturas Negras de Goya. Saturno devorando a su hijo representa para él una alegoría freudiana de la humanidad devorando al hombre como individuo. Eso es lo que quiere expresar el pintor en su encierro tras sufrir una crisis existencial.
 
Lo que sí he comprobado con el paso del tiempo, es que la portada se ha convertido en una prueba de fuego para el lector de mi novela. Generalmente si te atrae la imagen, es que te va a gustar el contenido, y viceversa.


Recomienda tu novela a nuestros lectores...

Uf, recomendar mi propia novela es algo que me da bastante pudor... Puedo hablarte por boca de lectores que me han felicitado, diciendo cosas tan bonitas como que mi novela deja huella en el alma o que rebosa de sensibilidad e imaginación; que es una novela muy profunda y que te hace pensar sobre ti mismo; que en vez de páginas, las hojas parecen espejos que reflejan tus propios sentimientos.
 

En fin, qué más puedo deciros sobre Retazos de un Bastardo... Comentan por ahí que mi novela tiene afinidades con Kafka, Pessoa o Hermann Hesse. Al que le guste alguno de estos autores es probable que conecte con mi estilo; pero creo yo tengo mi propio sello, más cercano al tiempo que nos ha tocado vivir.

 
Una última pregunta... ¿Para cuándo tu próximo libro?

Me hallo inmerso en la redacción de once relatos que irán recopilados en un libro titulado Bajo la sombra del yinkgo biloba.
 

Estoy muy ilusionado con este proyecto y humildemente pienso que cada relato es un mundo en el que te sumerges de los pies a la cabeza. He puesto toda mi alma y mi corazón en ellos, así que espero no defraudar al lector…
 
Por nuestra parte, pediremos a los duendes y las hadas de la Sierra de Guadarrama que el deseo de Oscar se cumpla en breve y nosotros podamos verlo y contároslo desde aquí.
 
 
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 Oscar Nóbregas tomando apuntes a mano
 

 

Oscar Nóbregas (izda). Tertulia en un bar de Lavapiés


 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 


FOTOS ARTÍSTICAS DE
 
OSCAR NÓBREGAS


 


 
 
 
Primer premio concurso Magnum año 2000
 


La ira de Dios





Finalista concurso de fotografía Guadarrama 2004
 
 
 























Títulos de las fotos por orden de aparición:

1. Prado en diciembre
2. Árbol desnudo
3. Río Guadarrama helado
4. Puente nevado
5. La torre en invierno





Paisajes que sugieren























































 
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Títulos de las fotos por orden de aparición:


1. Arco iris en Guadarrama
2. Vistas desde la abadía, Mont Saint-Michel
3. Sombras sobre la nieve al atardecer, Guadarrama
4. Ruinas de Recópolis al atardecer
5. Río Piedra abstracto
6. Reflejos sobre el agua, Río Piedra
7. Reflejos plateados, Salinas de Torrevieja
8. Reflejos impresionistas sobre el agua, Río Piedra
9. Reflejos en el río Dulce
10. Reflejos del sol, salinas de Torrevieja
11. Ramas sobre fondo rosado, Cala Macarela
12. Pueblo fantasma, ruinas de Belchite
13. Por encima de las nubes, sobre el Mediterráneo
14. Nenúfares sobre nubes en el río Lobos
15. Dibujos de luz sobre el agua, Menorca
16. Luna llena en el cementerio de Atienza
17. Isla Vedra bajo la bruma
18. Lago del amor, Brujas
19. Hojas de haya a contraluz
20. Gaviota volando sobre el mar, Cala Macarela
21. Cuadro abstracto de sal, salinas de Torrevieja
22. Castillo de Atienza en la noche estrellada
23. Cabo de Formentor al atardecer
24. Lluvia sobre el canal, Brujas
25. Arena tostada, Playa de Caballería
26. Arcos sobre la arena, Playa de las Catedrales
27. Arbusto sobre la nieve, Guadarrama
28. Arbusto sobre fondo marino
29. Árbol siniestro, Hayedo de Montejo
30. Árbol seco, Burgos
31. Abadía del Mont Saint-Michel


*COPYRIGHT FOTOS*
Oscar Nóbregas
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 



COPYRIGHT  OSCAR NÓBREGAS

 
 

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